2012/03/29

50 LA TABERNA DE BETANIA


LA TABERNA DE BETANIA
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1. En los días de fiesta era difícil encontrar posada o alojamiento en Jerusalén, por la aglomeración de peregrinos. Tantos llegaban a reunirse, que un dicho de la época afirmaba que uno de los diez milagros que Dios realizaba desde el Templo era que todos cupieran en la ciudad. Era imposible que todos se alojaran en albergues situados dentro de las murallas y los que no cabían tenían que irse a los pueblos vecinos. Es improbable que los peregrinos acamparan al raso, pues en tiempo de Pascua las noches en Jerusalén, rodeada por el desierto, son muy frías. Así como los distintos sectores de la población tenían sus barrios fijos en la capital, así también los distintos grupos de peregrinos tenían sus lugares habituales de hospedaje. Todo hace suponer que el campamento de los que llegaban de Galilea estaba situado hacia la parte occidental de la ciudad, por donde está Betania.

2. Betania es un pequeño pueblo situado a unos seis kilómetros al este de Jerusalén, más allá del Monte de los Olivos, en el camino que va a Jericó. Actualmente, se le llama también El-Azariye, en recuerdo de Lázaro. En los sótanos de una iglesia dedicada a Marta, María y Lázaro se conserva una gran prensa de aceitunas y un pozo de la época de Jesús.

3. En toda ciudad israelita relativamente grande había albergues o tabernas para alojar a los peregrinos que iban de paso o a las caravanas de comerciantes. Estas hospederías consistían en un gran patio cercado, con pequeños cuartos alrededor, donde encontraban cobijo tanto los hombres como las cabalgaduras y otros animales. En la actualidad, en los países orientales hay aún hospederías de este tipo, a las que se llama “kans” (caravasares). En Israel hay una muy antigua en la ciudad de San Juan de Acre, puerto estratégico en tiempo de las Cruzadas.

4. Aunque de Lázaro y de sus hermanas Marta y María, nos dan poco datos los evangelios, una tradición cristiana bastante extendida los ha presentado como una familia de clase media o alta, que en una casa cómoda y tranquila recibían como huésped a Jesús, que iría allí como consejero espiritual cuando estaba cansado de andar mezclado con la gente. Esta imagen no tiene ninguna base. Los datos históricos acerca de las hospederías que había en la zona de Betania, cercana a Jerusalén dan pie para imaginarlos en otro marco: gente del pueblo, que vivía de su trabajo, nada refinados seguramente. Su amistad con Jesús sería fruto del frecuente contacto que tuvieron con él y sus amigos cuando viajaban a la capital.

A poca distancia de Jerusalén, al otro lado del Monte de los Olivos, está Betania, un pueblo pequeño y blanco, rodeado de datileras. Eso quiere decir su nombre: tierra de dátiles. Cuando los galileos íbamos a Jerusalén, terminábamos siempre buscando posada allá,(1) en alguna de las fondas de Betania.(2)

Lázaro - ¡Marta, mira a ver ese pan que pusiste en el horno! ¡Huele a quemado! ¡Y tú, María, deja de hablar y prepara otras seis esteras! La, la, rá, la, rí… ¡Este es el mejor tiempo del año, sí señor! ¡Jerusalén revienta de peregrinos!
María - ¡Y yo me voy a reventar los riñones! No hago más que agacharme y levantarme preparando esteras. Oye, hermano, esto ya está muy lleno. No cabe ni una aguja. Si alguien viene pidiendo posada, di que no, que ya no hay sitio.
Lázaro - Pero, muchacha, ¿tú no sabes que al que dice no a un galileo se le seca la lengua y le empiezan a salir gusanos por las orejas? Trae mala suerte decirle no a un galileo. ¡Aquí hay sitio para veinte más, si lo sabré yo, que me conozco esta taberna mejor que la palma de mi mano! ¡Epa, Marta, ayúdame con esta sopa, que los clientes están esperando!
Marta - ¡Ya voy, hombre, ya voy! ¡No tengo siete manos!

La Palmera Bonita se llamaba la taberna de Lázaro en Betania.(3) En ella se amontonaban mulos, hombres y camellos en las grandes fiestas que vivía Jerusalén, tres veces al año. Y, sobre todo, en la Pascua. Entonces, cuando la taberna estaba rebosando de gente y de animales y el aire se espesaba con el olor a vino, a sudor y a boñiga, era cuando Lázaro se sentía completamente feliz.

Lázaro - ¿Qué me dicen de esta sopa, eh? ¡Sírvanse, sírvanse más, que aún tengo otro caldero! ¡No quiero que nadie pase hambre en mi casa! ¡Aquí se duerme bien y se come mejor! ¡Para que lo cuenten después por todo el norte!

Lázaro era un hombre gordo y grande, con una tamaña barba que terminaba donde empezaba su abultada barriga.(4) Había nacido en Galilea y fue de muy joven a Judea. Desde entonces, se encargó de levantar aquel negocio. No había tenido mujer. Cuando le preguntaban, contestaba siempre que él estaba casado con su taberna y se relamía de gusto sus bigotes negros.

Lázaro - ¡Marta, ve preparando cuatro cabezas de cordero! ¡Estos paisanos quieren probar la especialidad de la casa!
Marta - Te advierto que tardarán un poco en hacerse. No puedo estar en todas partes a la vez.
Lázaro - No hay prisa, mujer, no te apures…
Marta - Tú no tendrás prisa, pero ésos sí tienen hambre. Y no me gusta hacer esperar a la gente.
Lázaro - Prepara las cabezas de cordero y calla. ¡Si no las quieren ellos, nos las zamparemos nosotros!
Marta - ¡Pero si acabas de comer, Lázaro! ¡Pareces un saco sin fondo!

Marta, la hermana mayor de Lázaro, era una mujer fuerte, de brazos robustos y piernas ágiles. Trabajaba en la fonda desde hacía unos años cuando quedó viuda. Y trabajaba mucho. Lázaro la quería y confiaba en ella. Desde que Marta lo ayudaba en la taberna, el negocio había subido como la espuma del vino al fermentar. María, la otra hermana de Lázaro, era muy distinta.

María - ¡Ay, Lázaro, ay!
Lázaro - ¿Qué pasa, María?
María - No sabes lo que me ha estado contando ese Salim, el camellero que acaba de llegar. Dice que por Samaria se encontró con una docena de ladrones. ¡Llevaban un cuchillo en la boca y salían de debajo de las piedras, como los alacranes!
Lázaro - Cuentos, cuentos...
María - Pero, Lázaro, ¡imagínate que alguno de los que han llegado ayer del norte sea uno de ésos! Hay un manco que no me gusta nada.
Lázaro - Si es manco, ¿cómo va a ser ladrón, María?
María - ¡Le queda una mano, Lázaro! Ese hombre está raro, te lo digo yo. Estuve registrando en el saco y allá en el fondo brillaba una cosa... ¿No será de esa pandilla? Este camellero que te digo me contaba que esos ladrones lo que buscan son joyas.
Lázaro - Bueno, pues si es eso lo que buscan, se van a ir con las manos limpias. ¡Aquí lo único que encuentran son calderos de sopa y ratas!
María - Lázaro...
Lázaro - ¿Qué pasa, María? No me asustan tus cuentos de ladrones.
María - No, si no es eso. Mira, ese camellero que te digo... yo creo que sería un buen marido para Marta, ¿no crees? Parece muy honrado. Y tiene unas manos grandes y fuertes. La sabría defender.
Lázaro - ¿Defenderla de quién? ¡Marta se sabe defender solita! Anda, no enredes más. ¿Ya preparaste las esteras que te dije?
María - ¡Uy, se me había olvidado! Hablando con el camellero...
Lázaro - ¡Diablos, todo se te olvida! ¡Corre a prepararlas! ¡Anda, corre!

María era la otra hermana de Lázaro. Tenía los ojos grandes y algo bizcos, como dos pájaros sueltos que se iban detrás de todo lo que veían. Era fea, pero tan alegre, que al poco rato de estar hablando con ella, uno no se fijaba más que en su boca, que sonreía siempre. Su marido la había abandonado hacía unos meses. Y desde entonces, también trabajaba con Lázaro en la taberna.

Lázaro - ¡María, ve preparando más esteras de las que te dije! ¡Ahí vienen otros galileos!

Pasado el mediodía, llegamos a la Palmera Bonita. En Jerusalén nos dijeron que allá podríamos encontrar posada. Veníamos cansados del camino, llenos de polvo y con las tripas vacías. Cuando nos acercábamos a la taberna, Lázaro salió a recibirnos a la puerta.

Lázaro - Eh, ustedes, ¿cuántos son?
Juan - Cuenta, cuenta... todos los que ves aquí.
Lázaro - Seis, ocho, doce... trece. Trece: dicen que ese número trae mala suerte.
Tomás - Ya lo de-de-decía yo.
Lázaro - ¡Pero a mí nunca un galileo me ha traído mala suerte! ¡Al contrario! ¿Son de por allá, no?
Pedro - Casi todos. Bueno, éste del pañuelo amarillo, no. Y el de las pecas, tampoco.
Tomás - Yo soy de Judea tam-tam-también.
Jesús - Bueno, amigo, ¿hay sitio para nosotros o no?
Lázaro - ¡Pues claro que sí, galileos, claro que lo hay! Donde caben siete ovejas, cabe el rebaño entero, ¿no es así? Además, llegan ustedes a tiempo de hincarle el diente a unas cabezas de cordero que se están haciendo. ¿Qué? ¿No les llega el aroma? Se las iban a comer otros clientes, pero no tuvieron paciencia de esperar a que los sesos se pusieran bien blanditos! Estaba escrito en el libro de los cielos que esas cabezas irían a parar a la panza de ustedes. ¡Ea, vengan adentro!

Cuando entramos en la taberna de Lázaro, Marta estaba recogiendo las sobras de la comida que había servido un poco antes a más de cuatro docenas de paisanos. En los rincones del amplio patio todavía quedaban algunos bebiendo y jugando a los dados. Los chivos mordisqueaban en el suelo pedazos de pan y un camello paseaba lentamente sus jorobas ante nuestros ojos.

Lázaro - ¡Eh, Marta, prepara también una olla de garbanzos! ¡Y saca vino! ¡Aquí hay más clientes y tienen hambre! ¡Y tú, María, ven acá corriendo! Siéntense por ahí, camaradas, que podrán comer enseguida. Bueno, y cuéntenme, ¿qué noticias hay por Galilea? ¿Cuándo le cortan el pescuezo a Herodes? ¿De dónde vienen ahora?
Juan - De Cafarnaum. Nos juntamos allá para venir a celebrar la Pascua.
Pedro - Y cuéntanos tú qué hay por Jerusalén. Hemos visto muchos soldados.
Lázaro - Todos los años es lo mismo. Pero este año hay más guardias que ratas. Y cada uno tiene cuatro ojos delante y otros cuatro detrás. ¡Hay que andarse con mucho cuidado!
María - ¿Qué, Lázaro? ¿Cuántos han venido?
Lázaro - Son trece, María. Vete a preparar trece esteras.
María - Pero, Lázaro, ¿no sabes cómo está eso? Se pisan unos a otros.
Lázaro - Busca trece agujeros donde Dios te dé a entender, María. Pero antes atiéndeme a estos compatriotas mientras yo voy recogiendo por ahí... Y ustedes, no le hagan mucho caso a esta hermana mía. Si se descuidan, los enreda en su madeja y de ahí no salen.
María - ¿De dónde eres tú? ¿Galileo, verdad?
Juan - Sí. Vivo en Cafarnaum.
María - ¡Ay, mira, de Cafarnaum! De ahí conocí yo a un tal Pánfilo... ¡me contaba cada cosa! Decía que Cafarnaum es una ciudad muy bonita y con más jardines que Babilonia, y tan grande que hacen falta dos pares de sandalias para recorrerla de una punta a otra. Y me decía también que en el lago hay unos peces así de grandes, de cuatro colores, bendito sea Dios, y unas palmeras así de altas, que tapan el sol con los penachos... ¡Ay, caramba, lo que me gustaría a mí viajar allá al norte y conocer todo aquello! Pero, imagínense, paisanos, una aquí, amarrada a esta taberna para sacarla adelante. Ah, pero eso sí, cuando sea vieja, ya verán, entonces le voy a dar la vuelta al país entero, aunque sea montada en ese camello. Así que de Cafarnaum, de donde Pánfilo. Y tú, ¿qué? ¿También eres de allá?
Pedro - No, yo soy de más arriba. De Betsaida.
María - ¿De la grande o de la chica? Por aquí vino un tipo de Betsaida que andaba enamorado de mí. Pero era bizco, así como yo. Bueno, peor que yo. No nos entendíamos. Cuando yo miraba para un lado, él miraba para el otro... ¡era un lío! ¡Dos bizcos no se pueden casar! Oye, ¿y de dónde eres tú?
Jesús - De Nazaret.
María - ¿De Nazaret? ¡Uy, en mi vida había oído hablar de ese pueblo!
Jesús - Ni yo tampoco, María, hasta que nací en él.
María - ¿Y dónde queda eso, tú?
Jesús - Lejos, muy lejos. Donde el diablo dio las tres voces, y nadie lo oyó.
María - ¡Ay, qué risa!
Jesús - Aquello es muy pequeño, ¿sabes? No es como Cafarnaum. Pero también las cosas pequeñas son importantes, no creas. Fíjate en ésta: Pequeña como un ratón y guarda la casa como un león. ¡Una, dos y tres: dime qué cosa es!
María - Pequeña como un ratón y... ¡la llave! ¡Adiviné, adiviné!
Jesús - Escucha ésta entonces: Pequeño como una nuez, sube al monte y no tiene pies.
María - Espérate... una nuez sube al monte... ¡el caracol! ¡Otra, otra!
Jesús - Ésta sí que la pierdes. Escucha bien: No tiene hueso, nunca está quieta, y con más filo que una tijera.
María - No tiene hueso... Ésa no la sé...
Jesús - ¡La lengua tuya, María, la lengua tuya que no se cansa de hablar!
María - Ah, no, eso no se vale, no... ¡ay, qué risa!... Oye, ¿y tú cómo te llamas?
Jesús - Jesús.
Tomás - Le di-di-dicen el mo-mo-moreno.
María - ¿Tienes mal la garganta? Mira, si quieres, te doy una receta: dos medidas de agua y dos de yerbalinda que haya estado en remojo durante tres días. Haces gárgaras y la lengua se te suelta a hablar que da gusto.
Juan - Ésta debe haber tornado mucho de ese jarabe, ¿no?

Al fondo de la taberna, Marta comenzó a impacientarse...

Marta - ¡Lázaro, Lázaro! Pero, ¿es que no te enteras que María no para de darle a la lengua y me ha dejado sola con todo el trabajo que hay en la cocina? ¡Dile que me ayude!
Lázaro - ¡Al diablo con estas mujeres! ¡Arréglenselas ustedes como puedan!

Entonces Marta se acercó a donde estábamos sentados. Sobre su vestido de rayas llevaba un delantal grande, lleno de grasa, que olía a cebolla y a ajo.

Marta - Miren, ustedes me perdonarán, pero si hay que preparar comida para trece y esta hermana mía no hace más que parlotear, no vamos a acabar nunca. No le hablen más, a ver si viene a echarme una mano.
María - Marta, oye esto: “pequeña como un ratón y guarda la casa como un león”... ¿Eh?... ¡La llave!
Marta - Vamos, María, por Dios, que no acabamos nunca.
Jesús - Pero, Marta, no te preocupes tanto. Tenemos hambre y a buen hambre no hay pan duro. Con cualquier cosa nos arreglamos. No te apures, no es necesario. Verás, María, oye ésta otra: Pequeña como un pepino y va dando voces por el camino…

María se quedó todavía un buen rato conversando. Se reía con nosotros y nosotros nos reíamos con ella. La alegría que contagiaba era más necesaria que el pan y que la sal. De todas formas, cuando Marta nos trajo aquellas cabezas de cordero que tanto habla elogiado Lázaro, nos las zampamos en un momento. Recuerdo que no dejamos ni los huesos.



Lucas 10, 38-42
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49 EN LA CIUDAD DEL REY DAVID


EN LA CIUDAD DEL REY DAVID
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1. El viaje a Jerusalén, con ocasión de las grandes peregrinaciones de Pascua, se hacía a pie. Como Cafarnaum está separada de Jerusalén por unos 200 kilómetros, Jesús y sus compañeros de caravana harían el trayecto en cuatro o cinco jornadas de camino. Cuando ya se acercaban a la ciudad santa, los peregrinos tenían la costumbre de cantar los llamados “salmos de las subidas” (Salmos 120 al 134). Entre los más populares estaba el que dice: “Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén” (Salmo 121).

2. Jerusalén significa “ciudad de paz”. Es una de las ciudades más antiguas del mundo. Está construida sobre una meseta rocosa, flanqueada por dos profundos valles, el del Cedrón y el de la Gehenna. Mil años antes de nacer Jesús, Jerusalén fue conquistada por el rey David a los jebuseos y se convirtió en la capital del reino. A lo largo de su historia, Jerusalén ha sido destruida total o parcialmente en más de 20 ocasiones. Una de las destrucciones más terribles la sufrió 586 años antes de Jesús, cuando los babilonios la arrasaron hasta los cimientos. Otra, la definitiva, 70 años después de la muerte de Jesús. En este caso, a manos de las tropas romanas, que sofocaron así la insurrección de los zelotes.

Jerusalén es una ciudad rodeada de murallas, a la que se entra por una docena de puertas. Las numerosas guerras y destrucciones soportadas por la ciudad hacen que en la actual Jerusalén se superpongan zonas y construcciones más o menos antiguas con otras más recientes. Son innumerables los recuerdos auténticos del tiempo de Jesús.

Jerusalén fue, desde el tiempo de los profetas hasta los escritos del Nuevo Testamento, el símbolo de la ciudad mesiánica, de la ciudad donde vive Dios, el lugar donde al final de los tiempos se congregarán todos los pueblos para la fiesta del Mesías (Isaías 60; 1-22; 1-12; Miqueas 1, 1-5; Apocalipsis 21, 1-27). A Jerusalén también se le da el nombre de Sión, por estar construida sobre un montículo que lleva ese antiguo nombre.

Jerusalén era capital del país y centro de la vida política y religiosa de Israel. Se calcula que en tiempos de Jesús vivirían dentro de sus murallas unas 20 mil personas y fuera de ellas, en la ciudad que se iba extendiendo por los alrededores, entre 5 mil y 10 mil habitantes. La población total de Palestina era de 500 mil ó 600 mil habitantes. En las fiestas de Pascua llegaban a Jerusalén unos 125 mil peregrinos, con lo que la ciudad desbordaba de gente. Las muchedumbres de visitantes -nacionales y extranjeros- multiplicaban los negocios y sus beneficios, favorecían todo tipo de revueltas y tumultos y convertían la ciudad en una auténtica marejada humana, en la que la gente del campo o de pueblos pequeños debía encontrarse sorprendida y confusa.

3. Adosada a la parte norte del Templo de Jerusalén, estaba la Torre Antonia, fortificación amurallada, que servía como cuartel de una guarnición romana. La Antonia fue una de las grandes obras arquitectónicas de Herodes el Grande, que remodeló para ello la fortaleza Bira, dándole el nombre de Marco Antonio, su aliado en Roma. Herodes hizo en la Antonia un pequeño palacio y la incorporó al edificio del Templo. La fortaleza tenía 20 metros de altura con cuatro torres, de 25 metros de alto cada una, a excepción de la que dominaba el Templo, que era aún más alta: 35 metros. Desde la Torre Antonia, los soldados romanos vigilaban continuamente la explanada del Templo. Esta vigilancia se extremaba en la fiesta de Pascua, cuando el gentío era superior al acostumbrado.

4. Marcos es mencionado por primera vez en el libro de los Hechos de los Apóstoles (12, 25), acompañando a Pablo en su viaje de Jerusalén a Antioquía. Era primo de Bernabé, otro compañero de Pablo en sus viajes. En distintas ocasiones Marcos -su nombre entero era Juan Marcos- aparece también junto a Pablo y junto a Pedro, quien en una carta le llama “su hijo” (1 Pedro 2, 13). De Marcos se sabe, por varios datos del Nuevo Testamento, que era de Jerusalén, donde vivía su madre, que Pedro tuvo amistad con él y su familia y que los primeros cristianos se reunían habitualmente en su casa (Hechos 12, 12). Desde el siglo II se le considera autor del segundo evangelio.

5. Dentro de las murallas de Jerusalén, entre las grandes construcciones de la ciudad, destacaba el Templo, descomunal y lujoso edificio que equivalía por su superficie a la quinta parte de la extensión de toda la ciudad amurallada. Esto puede dar una idea de tan impresionante construcción, centro religioso y financiero del país.

6. En torno al Templo de Jerusalén abundaban siempre, y especialmente en los días de Pascua, hombres y mujeres que cumplían promesas religiosas, mendigos que pedían limosna, multitudes que oraban o hacían penitencias. Era costumbre que la hora de la oración de la tarde fuera anunciada desde el Templo con el resonar de las trompetas. Algunos fariseos lo preparaban todo para que en el instante en que se oyera esta llamada se encontraran ellos, como por casualidad, en medio de la calle para así tener que rezar ante todo el mundo y la gente los tuviera por muy piadosos. Para estas oraciones, los fariseos se cubrían con mantos blancos y se amarraban a la frente las filacterias, unas cajitas negras de cuero en las que introducían papelitos con versículos de las Escrituras.

Era muy temprano cuando nos pusimos en marcha. A nuestra espalda, el sol comenzaba a acariciar el azul y redondo lago de Galilea y le arrancaba los primeros brillos. Junto a él, perezosamente, Cafarnaum se sacudía el sueño. Pero no volvimos la cabeza para decir adiós a nuestra ciudad. Sólo teníamos ojos para Jerusalén. La alegría de la Pascua nos llenaba el corazón y nos hacía andar de prisa.(1)

Pedro - ¡Ea, compañeros, amárrense bien las sandalias y afinquen los bastones, que tenemos tres días de camino por delante!

La primera noche acampamos en Jenín. Después, tomamos el camino de las montañas hasta Guilgal. Luego enfilamos a través de las tierras secas y amarillas de Judea. Nuestras miradas saltaban de colina en colina buscando un atisbo de la ciudad santa a la que íbamos subiendo. De pronto, todos lanzamos un grito de alegría.

Juan - ¡Corran, corran, ya se ve la ciudad!

En un recodo del camino, a la altura de Anatot, apareció resplandeciente ante nosotros. Sobre el monte Sión brillaban las murallas de Jerusalén, sus blancos palacios, sus puertas reforzadas, sus torres compactas.(2) Y en el centro, como la joya mejor, el templo santo del Dios de Israel.

Pedro - ¡Que viva Jerusalén y todos los que van a visitarla!

Jerusalén, ciudad de la paz, era la novia de todos los israelitas: capital de nuestro pueblo, conquistada por el brazo astuto de Joab mil años atrás, en donde el rey David entró bailando con el arca de la alianza y en donde el rey Salomón construyó más tarde el templo de cedro, oro y mármol que fue la admiración del mundo. Las últimas millas de camino las anduvimos en caravana con muchos cientos de peregrinos que venían del norte, de Perea y la Decápolis, a comer el cordero pascual en Jerusalén. Entramos por la Puerta del Pescado. Junto a ella, se levantaba la Torre Antonia, el edificio más odiado por todos nosotros: era el cuartel general de la guarnición romana y el palacio del gobernador Poncio Pilato cuando venía a la ciudad.(3)

Pedro - ¡Escupan y vámonos de aquí! ¡Se me revuelven las tripas sólo de ver el águila de Roma!
Juan - ¡Puercos invasores, los estrangularía de dos en dos para acabar más pronto!
Jesús - No estrangules a nadie ahora, Juan, y vamos a buscar un lugar donde meternos. ¡Con tanta gente, acabaremos durmiendo al raso!
Pedro - ¡Síganme a mí, compañeros! Tengo un amigo cerca de la Puerta del Valle, que es como mi hermano. Se llama Marcos.(4)

Y enfilamos todos hacia la casa del tal Marcos…

Pedro - ¡Caramba, Marcos, al fin te encuentro! ¡Amigo, amiguísimo, choca esas dos manos!
Marcos - ¿Pedro? ¡Pedro tirapiedras, el granuja más grande de toda Galilea! Pero, ¿qué haces tú aquí, condenado? ¿Te anda persiguiendo la policía de Herodes? ¡Ajajá!
Pedro - ¡Hemos venido a celebrar la Pascua en Jerusalén como fieles cumplidores de la ley de Moisés, ajajá!
Marcos - ¡Déjate de cuentos conmigo, Pedro, algún contrabando habrás traído desde Cafarnaum!
Pedro - Pues sí, me traje una docena de amigos de contrabando. Camaradas: éste es Marcos. ¡Lo quiero más que a mi barca Clotilde, que ya es decir! Marcos: ¡todos éstos son de confianza! Hemos formado un grupo. Estamos organizándonos para hacer algo. Mira, este moreno es Jesús, el que más bulla hace de todos nosotros. Este de las pecas es Simón.
Marcos - Bueno, bueno, deja las presentaciones y vamos adentro. ¡Tengo medio barril de vino, suplicando que una docena de galileos se lo beba!
Pedro - ¿A beber ahora? ¿Estás loco? ¡Si acabamos de llegar!
Mateo - ¿Y qué importa eso? Estamos cansados del viaje. Podemos... podemos brindar porque los ladrones de Samaria no nos han roto el espinazo!
Juan - ¡Al diablo con este Mateo, sólo piensa en beber!
Pedro - Mejor será que nos digas dónde podemos encontrar un rincón para pasar la noche.
Marcos - ¡Pues vamos a la posada de Siloé! ¡Allí pueden meterse durante estos días! ¡Es un sitio grande y huele bien a roña, como les gusta a los galileos! ¡Vamos allá! Pero no se separen. Hay demasiada gente. Cualquiera se pierde en este embrollo.

En los días de Pascua, Jerusalén parecía una caldera enorme donde bullían los 40 mil vecinos de la ciudad, los 400 mil peregrinos que venían desde todos los rincones del país y los inmensos rebaños de corderos que se amontonaban en los atrios del Templo esperando ser sacrificados sobre la piedra del altar.(5)

Tomás - ¡Un momento, un momento! Antes de buscar po-po-posada, tenemos que visitar el templo. Lo pri-pri-primero es lo de Dios. Al que no sube al templo cuando llega a Jerusalén, se le seca la ma-ma-mano derecha y se le pe-pe-pega la lengua al paladar.
Juan - Tomás habla por experiencia...
Pedro - ¡Sí, compañeros, vamos al templo a dar un saludo a los querubines!
Juan - ¡Y a dar gracias porque hemos llegado sanos y salvos!
Jesús - ¡Y que el Dios de Israel nos eche la bendición a todos los que hemos venido este año a celebrar la Pascua!

Miles de peregrinos se atropellaban para pasar bajo los arcos del famoso templo de Salomón. En el aire resonaban los gritos, los rezos y los juramentos, mezclados con el olor penetrante a grasa quemada de los sacrificios. Junto a los muros, se apostaban los cambistas de monedas y toda clase de baratilleros vociferando sus mercancías... Aquello parecía la torre de Babel.

Marcos - ¡Maldita sea con estos vendedores! ¡Te revientan las orejas! ¡Eh, ustedes, vamos al atrio de los israelitas! Seguramente ya están subiendo la escalinata.
Juan - ¿Quiénes son los que están, Marcos?
Marcos - Los penitentes. Vienen a cumplir las promesas que hicieron durante el año. ¡Míralos allá!

Un grupo de hombres, vestidos de saco y arrojándose puñados de ceniza en la cabeza, subían a gatas los escalones del atrio. De su cuello y sus brazos colgaban gruesos rosarios de amuletos. Sus rodillas se habían vuelto rugosas como las de los camellos, después de tanto hincarse sobre las piedras.

Pedro - ¿Y para qué hacen esto, Marcos?
Marcos - Ayunan siete días antes de la fiesta y ahora se presentan a los sacerdotes.
Jesús - ¿Y esos sacerdotes no les habrán explicado que Dios prefiere el amor a los sacrificios?
Marcos - Eso mismo digo yo. ¿Que quieren ayunar? Pues que se laven la cara y se peinen bien para que nadie se entere de lo que están haciendo, ¿no es verdad, Jesús? Vamos, vamos arriba.

Subimos la escalinata. Allá, en una esquina, frente al atrio de los sacerdotes, un coro de hombres, cubierta la cabeza con el manto negro de las oraciones, rezaba sin tomar aliento los salmos de la congregación de los piadosos. Eran los mejores fariseos de Jerusalén.

Pedro - Mira a ésos… Parecen cotorras, repitiendo lo mismo sin parar. No sé cómo no se les traba la lengua.
Marcos - Dicen que están rezando a Dios, pero con el rabo del ojo están curioseándolo todo.
Jesús - Eso es lo que buscan: que la gente se fije en ellos. Si buscaran a Dios, rezarían en secreto, con la puerta cerrada.
Marcos - ¡Oigan, miren quién viene por ahí!

Al salir, cuando íbamos a atravesar la Puerta Hermosa, se oyó el sonido de las trompetas y la multitud se hizo a un lado. Enseguida se formó una hilera de mendigos junto al arco de la puerta. Entonces, aparecieron cuatro levitas, cargando una silla de manos. Se detuvieron junto a los mendigos y descansaron la silla en el suelo. Abrieron las cortinas y José Caifás, el sumo sacerdote de aquel año, descendió lentamente, vestido con una túnica blanca. Con sus ojos de lechuza, miraba inquieto a uno y otro lado. Quería que el pueblo lo viera dando limosna.(6) Pero no quería correr ningún riesgo. El año pasado, durante la fiesta, un fanático le había arrojado un puñal...

Mateo - ¡Con buen sinvergüenza nos hemos topado!
Tomás - No digas eso, Ma-ma-mateo. Es el sumo sacerdote de-de-de Dios.
Mateo - ¡Qué sumo sacerdote! ¡Ese tipo sólo busca que hablen de él! Mira lo que está haciendo...

Caifás se acercó a los mendigos y les repartió denarios como el que reparte dulces a los niños. Con una mano daba la limosna y con la otra mostraba un cordón de oro, símbolo de su rango, que los mendigos besaban con gratitud.

Jesús - Si fuera sumo sacerdote de Dios, no dejaría que su mano izquierda se enterara de lo que hace la derecha. Ése no es más que un hipócrita.
Pedro - ¡Natanael, Jesús, Andrés, vámonos ya! ¡Se nos hace tarde y todavía no tenemos donde dormir!
Marcos - No se preocupen tanto por la posada. Si no hay lugar en Siloé, se van a Betania. Allá está el campamento de los galileos. Pero ahora, ¡a beber el medio barril que les ofrecí, o si no, los denuncio a la policía romana!

Por fin, después de zapatear las callejuelas de Jerusalén, regresamos a casa
de Marcos a beber el medio barril prometido…

Marcos - ¡Brindo por estos trece compatriotas que han viajado desde Galilea para visitar la casa de este humilde merchante de aceitunas!
Pedro - Oye, oye, Marcos, que no vinimos por verte a ti, granuja. Vinimos por Jerusalén. ¡Brindo por la ciudad santa de Jerusalén!
Marcos - Pedro, desengáñate. A esta ciudad no le queda ni la “s” de santa. “¡El Templo de Jerusalén, el Templo de Jerusalén!”… ¿Saben lo que decimos los que vivimos aquí? Que en el Templo de Jerusalén se guarda el tesoro de fe más grande del mundo. ¿Y saben por qué? ¡Porque todo el que viene a visitarlo, pierde la fe y la deja allí! ¡Y si sólo fuera el templo! Mira, ¿ven aquellas luces?... Esos son los palacios de los del barrio alto. Vete después a las barracas del Ofel y a las casuchas de adobe junto a la Puerta de la Basura. Un hormiguero de campesinos que vinieron a buscar trabajo en la capital. Y lo que encuentran es miseria y fiebres negras. Esta ciudad está podrida, te lo digo yo, que la conozco.
Jesús - Sí, Marcos. Está construida sobre arena. Acabará derrumbándose.
Tomás - Dicen que los cimientos de Jerusalén son de roca pu-pu-pura.
Jesús - La justicia es la única roca firme, Tomás. Y esta ciudad está levantada sobre la ambición y las desigualdades.
Marcos - Bueno, muchachos, ahora sí tenemos que ir caminando hacia Betania. ¡Vámonos!

Las calles estaban abarrotadas de gente y animales. Ya olían los ázimos en los hornos de pan. Olían también los perfumes de las célebres prostitutas de Jerusalén que, sin esperar la noche, se exhibían muy pintadas junto al muro de los asmoneos. En todas las esquinas del barrio bajo se apostaba a los dados y se jugaba al reyecito. Las tabernas estaban repletas de borrachos y los niños salían a robarse las sobras de las mesas. Salimos por la muralla de Oriente. Atravesamos el torrente Cedrón, que en primavera llevaba mucha agua. Subimos el Monte de los Olivos y llegamos a Betania, donde los galileos siempre encontrábamos albergue para pasar los días de Pascua. Atrás quedaba Jerusalén, llena de luces y ruidos. El hambre, la injusticia y la mentira, guardaban, soñolientas y satisfechas, las puertas amuralladas de la ciudad del rey David.



Mateo 6, 1-18
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48 LOS TRECE


LOS TRECE
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48.1. Tres veces al año, con ocasión de las fiestas de Pascua, Pentecostés y las Tiendas, los israelitas tenían costumbre de viajar a Jerusalén. También viajaban hacia la capital multitud de extranjeros de los países vecinos. La fiesta de la Pascua era la que atraía el mayor número de peregrinos cada año. Como era en primavera, esto facilitaba el viaje, porque para febrero o marzo terminaba ya la época de las lluvias y los caminos estaban más transitables. Formaba parte esencial de los preparativos del viaje buscar compañía para el camino. Había muchos asaltantes de caminos y nadie se atrevía a hacer solo un viaje tan largo. Por eso se formaban siempre grandes caravanas para las fiestas.

48.2. Las perlas fueron un artículo muy codiciado en los tiempos antiguos. Simbolizaban la fecundidad: eran un fruto precioso de las aguas y crecían y se desarrollaban ocultas, como sucede con el embrión humano. Las pescaban buceadores en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico y eran muy usadas en collares. Los tesoros escondidos son tema predilecto de los cuentos orientales. En el tiempo de Jesús tenían una base histórica. Las innumerables guerras que sacudieron Palestina a lo largo de siglos hicieron que mucha gente, en el momento de la huida, dejara escondido en la tierra sus posesiones más valiosas, hasta un posible retorno que no siempre ocurría.

48.3. El número doce tenía una significación especial en el antiguo Oriente. Seguramente, por el hecho de estar dividido el año en doce meses. En Israel, era considerada como cifra que designaba una totalidad y que sintetizaba, en un solo número, a todo el pueblo de Dios. Doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus que poblaron la Tierra Prometida. Una tradición muy antigua dentro de los evangelios recuerda en varias ocasiones que Jesús eligió a doce discípulos, como núcleo de sus muchos seguidores. Cuando en los textos del Nuevo Testamento se habla de “los doce”, se está haciendo referencia a doce personas individuales -de los que tenemos la lista de nombres- y a la vez, “los doce” es un símbolo de la nueva comunidad, heredera del pueblo de las doce tribus. El número doce es particularmente preferido en el libro del Apocalipsis: aparece en las medidas de la nueva Jerusalén y en el número de los elegidos, que serán 144 mil (12 × 12 × mil = totalidad de totalidades).

Estaba ya cerca la fiesta de la Pascua.(1) Como cada año, al llegar la luna llena del mes de Nisán, los hijos de Israel volvíamos los ojos hacia Jerusalén, deseando celebrar dentro de sus muros la fiesta grande de la liberación de nuestro pueblo. En todas las provincias del país se organizaban caravanas. En todos los pueblos se formaban grupos de peregrinos que se reunían para viajar a la ciudad santa.

Jesús - ¿Por qué no vamos este año juntos, compañeros?
Pedro - Apoyo la idea, Jesús. ¿Cuándo salimos?
Jesús - Dentro de dos o tres días estaría bien, ¿no, Pedro? Juan, Andrés, ¿qué les parece a ustedes?
Juan - No hay más que hablar. Vamos con los ojos cerrados.
Pedro - ¿Y tú, Santiago?
Santiago - Seremos muchos galileos en la capital para la fiesta. Algún lío podremos armar, ¿no? ¡En la Pascua es cuando las cosas se ponen calientes!
Jesús - Entonces, ya somos cinco.

Al día siguiente, era día de mercado, y Pedro fue a ver a Felipe el vendedor.

Felipe - Bueno, bueno, pero ustedes van a Jerusalén ¿a qué? ¿A meterse en líos y hacer revolución... o a rezar? Aclárame eso, que yo entienda bien.
Pedro - Felipe, vamos a Jerusalén y eso basta. ¿Vienes o no?
Felipe - Está bien, está bien, narizón. Voy con ustedes. A mí no me pueden dejar fuera.
Pedro - ¡Contigo ya somos seis!

Y Felipe avisó a su amigo...

Felipe - ¡Natanael, tienes que venir!
Natanael - Pero, Felipe, ¿cómo voy a dejar el taller así? Además, todavía tengo callos de la otra vez, cuando fuimos al Jordán.
Felipe - Aquel fue un gran viaje, Nata. Y éste será todavía mejor. Decídete, hombre. Si no vienes, te arrepentirás en todo lo que te resta de vida.
Natanael - Bueno, Felipe, iré. ¡Pero entérate de que lo hago por Jerusalén, no por ti!
Felipe - ¡Entonces seremos siete!

En aquellos días, pasaron por Cafarnaum nuestros amigos del movimiento zelote, Judas, el de Kariot, y su compañero Simón. También se animaron a viajar a Jerusalén para la fiesta. Con ellos dos, ya éramos nueve.

Juan - Oye, Andrés, me dijeron que Jacobo, el de Alfeo, y Tadeo, pensaban ir a la capital en estos días. ¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros?

Con Tadeo y con Jacobo, los dos campesinos de Cafarnaum, ya éramos once.

Jesús - Oye, Mateo, ¿tú vas a ir a Jerusalén para la fiesta?
Mateo - Sí, eso voy a hacer, Jesús. ¿Por qué me lo preguntas?
Jesús - ¿Con quién vas, Mateo?
Mateo - Conmigo.
Jesús - Vas solo, entonces.
Mateo - Me basto y me sobro.
Jesús - ¿Por qué no vienes con nosotros? Estamos pensando en ir un grupo para allá.
Mateo - ¡Puah! ¿Y quiénes son ese grupo?
Jesús - Andrés, Pedro, los hijos de Zebedeo, Judas y Simón, Felipe... Ven tú también.
Mateo - Esos amigos tuyos no me gustan nada. Y yo no les gusto nada a ellos.
Jesús - Mañana salimos, Mateo. Si te decides, ven por la casa de Pedro y Rufina al amanecer. Te estaremos esperando.
Mateo - Pues espérenme sentados para no cansarse. ¡Bah, eres el tipo más chiflado que me he topado en toda mi puerca vida!

Tomás, el discípulo del profeta Juan, fue el último en enterarse del viaje. Su compañero Matías había regresado ya a Jericó mientras él se quedaba unos días más por Cafarnaum.

Tomás - Yo tam-tam-también voy con ustedes. Me-me-me gusta mucho la idea.

Aquel primer viaje que hicimos juntos a Jerusalén fue muy importante para todos. Pero, ¡qué ideas tan distintas teníamos entonces de lo que Jesús se traía entre manos, de lo que era el Reino de Dios!

El sol todavía no asomaba por los montes de Basán, pero ya nosotros estábamos alborotando a todo el vecindario. Nos íbamos a Jerusalén a celebrar la Pascua. De nuestro barrio ya habían salido unos cuantos grupos de peregrinos. Y en los próximos días viajarían muchos más. Uno tras otro, con las sandalias bien amarradas para el largo camino, fuimos reuniéndonos aquella madrugada en casa de Pedro y Rufina.

Pedro - Miren el que faltaba, compañeros… ¡Felipe! Oye, cabezón, ¿tú no venías a Jerusalén con nosotros?
Felipe - Claro que sí, Pedro. Aquí me tienen. Uff, si me he demorado un poco, échenle la culpa a éste. No tiene grasa en las ruedas.
Santiago - ¿Y para qué lo has traído? ¿No me digas que piensas ir a Jerusalén con ese maldito carretón?
Felipe - Pues sí te lo digo, pelirrojo. Yo soy como los caracoles que viajan con todo lo suyo encima.
Pedro - Pero, Felipe, ¿tú estás loco?
Felipe - Estoy más cuerdo que ustedes. En estos viajes es cuando más se levanta el negocio, amigos. La gente lleva sus ahorritos a Jerusalén. Muy bien. Yo llevo mercancía. Ustedes rezando. Yo vendiendo. Un peine por acá, un collar por allá. A nadie le hago daño, que yo sepa.
Santiago - No, no, no, Felipe. Quítatelo de la cabeza. No vamos a ir contigo empujando ese basurero. Ese carretón se queda.
Felipe - ¡El carretón va!
Santiago - ¡El carretón se queda!
Felipe - ¡Si él se queda, me quedo yo también!
Juan - Jesús, dile algo a Felipe a ver si lo convences. Tú te las entiendes bien con él.

Entonces Jesús nos guiñó un ojo a todos para que le siguiéramos la corriente...

Jesús - Felipe, deja el carretón y las baratijas. La perla vale más.(2)
Felipe - ¿La perla? ¿De qué perla me estás hablando, Jesús?
Jesús - ¡Shhh! Una perla grande y fina, así de gorda. Tú tienes buena nariz de comerciante. ¿Te interesa formar parte del negocio, sí o no?

Felipe se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con aire de cómplice.

Felipe - Habla claro, moreno. Si hay que reunir dinero, yo vendo el carretón. Vendo hasta las sandalias si hace falta. Luego negociamos con ella y sacamos una buena tajada. ¿Cuánto piden por esa perla?
Jesús - Mucho.
Felipe - ¿Y dónde está? ¿En Jerusalén?
Jesús - No, Felipe. Está aquí, entre nosotros.
Felipe - ¿Aquí? ¡Ya entiendo, claro! Contrabando. ¿Tú la llevas, Juan? ¿Tú, Simón? Está bien, está bien. Juro silencio. Siete llaves en la boca. Ya está. Pueden confiar en mí. Pero, díganme, ¿cómo la consiguieron?
Jesús - Escucha: Tadeo y Jacobo estaban trabajando en un campo. Metieron el arado para sembrarlo. Y de repente, se tropezaron con un tesoro escondido en la tierra.
Felipe - ¿Un tesoro? ¿Y qué hicieron con él?
Jesús - Lo volvieron a esconder. Fueron al dueño del campo y se lo compraron. Vendieron todo lo que tenían y compraron el campo. Así, el tesoro quedaba para ellos.
Felipe - Pero, ¿cuál fue el tesoro que encontraron?
Jesús - ¡La misma perla que te dije antes! Ellos la descubrieron.
Felipe - ¿La perla? Las perlas se encuentran en el mar, no en la tierra. ¿Qué lío me estás armando tú, nazareno?
Jesús - Escucha, Felipe: en realidad, la cosa comenzó en el mar, como tú dices. Pedro y Andrés echaron las barcas al agua. Y tiraron la red. Y la sacaron cargada de peces. Y cuando estaban separando los peces se llevaron una gran sorpresa porque...
Felipe - ...porque ahí fue donde encontraron la perla.
Jesús - Sí. Y lo dejaron todo, la red, las barcas, los peces. ¡Y se quedaron con la perla, que valía más!
Felipe - Pero entonces, el tesoro del campo... Ah, claro, ya entiendo. Y entonces... Espérate. No entiendo nada. Cabeza grande, Jesús, pero poco seso. Aclárame el negocio.
Jesús - El negocio, Felipe, es que todos nosotros hemos dejado nuestras cosas, nuestros campos, nuestras redes y nuestras casas por la perla. Deja tú también el carretón.
Felipe - Está bien, está bien. Pero por lo menos enséñame la perla para...
Jesús - La perla es el Reino de Dios, Felipe. Anda, deja tus cachivaches y ven a Jerusalén con las manos libres. Olvídate por unos días de tus peines y tus collares y celebra la Pascua con la cabeza despierta.
Felipe - Así que, ni contrabando ni carretón. Pandilla de granujas, ¡si me siguen tomando el pelo, acabaré más calvo que Natanael! Está bien, está bien, lo dejaré al cuidado de doña Salomé hasta la vuelta.

Cuando ya nos íbamos, llegó Mateo. Aunque todavía era muy temprano, ya andaba medio borracho.

Santiago - ¿Qué se te ha perdido por aquí, apestoso?
Jesús - Bienvenido, Mateo. Sabía que vendrías.
Juan - ¿Que vendría a qué?
Jesús - Mateo también viene con nosotros. ¿No se lo había dicho?
Santiago - ¿Dices que este tipo viene con nosotros o es que he oído mal?
Jesús - No, Santiago, oíste bien. Yo le dije a Mateo que viniera con nosotros.
Santiago - ¡Al diablo contigo, moreno! ¿Y esto qué quiere decir?
Jesús - Quiere decir que la fiesta de Pascua es para todos. Y que las puertas de Jerusalén, como las puertas del Reino de Dios, se abren para todos.

Las palabras de Jesús y la presencia de Mateo nos sacaron de quicio. Santiago y yo estuvimos a punto de caerle a puñetazos. En medio del alboroto, Simón y Judas nos llevaron aparte.

Judas - Cállate, pelirrojo. No grites más. ¿Es que no entiendes?
Santiago - ¿Entender qué? Aquí no hay nada que entender. Jesús es un imbécil.
Judas - Los imbéciles son ustedes. Jesús ha planeado la cosa demasiado bien.
Juan - ¿Qué quieres decir con eso?
Judas - La frontera de Galilea está muy vigilada, Juan. Temen un levantamiento popular. A todos nosotros nos tienen fichados. Y a Jesús, el primero. Yendo con Mateo, la cosa cambia. Llevamos más cubiertas las espaldas, ¿comprendes? Mateo conoce a todos esos marranos que controlan la frontera.
Juan - ¿Y tú crees que Jesús lo haya invitado por eso?
Judas - ¿Y por qué si no, dime? El tipo es astuto. Piensa en todo.
Juan - Pero, Mateo, ¿por qué se presta al juego?
Judas - Mateo es un borracho. Dale vino y te sigue como un carnero.
Santiago - Tienes razón, Iscariote. Cada vez me convenzo más que con éste de Nazaret iremos lejos. ¡Es el hombre que necesitamos! ¡Ea, muchachos, vámonos ya!
Tomás - No, no, espérense un po-po-poco.
Juan - ¿Qué pasa ahora, Tomás? ¿Has olvidado algo?
Tomás - No, no, no es eso. ¿Se han fi-fi-fijado ustedes cuántos somos?
Santiago - Sí, somos trece. Con este puer... quiero decir, con este Mateo somos trece.
Tomás - Di-di-dicen que ese número trae ma-ma-mala suerte.
Pedro - Bah, no te preocupes por eso, Tomás. Cuando le corten el gañote a alguno de nosotros, seremos doce, número redondo, como las tribus de Israel. ¡Ea, compañeros, andando, Jerusalén nos espera!

Éramos trece. Pedro, el tirapiedras, iba delante, con la cara curtida por todos los soles del lago de Galilea y la sonrisa ancha de siempre. A su lado, Andrés, el flaco, el más alto de todos, el más callado también. Mi hermano Santiago y yo, que soñábamos con Jerusalén como un campo de batalla en el que todos los romanos serían destruidos por la fuerza de nuestros puños. Felipe, el vendedor, llevaba en la cintura la corneta con que anunciaba sus mercancías y de vez en cuando la hacía sonar. No quiso separarse de ella. A su lado, como siempre, Natanael. El sol de la mañana relucía en su calva. Caminaba despacio, cansado antes de empezar la marcha. Tomás, el tartamudo, mirando a un lado y a otro con ojos curiosos. No hacía más que hablar con su media lengua del profeta Juan, su maestro. Mateo, el cobrador de impuestos, con los ojos rojos por el alcohol y el paso vacilante. Jacobo y Tadeo, los campesinos de Cafarnaum, caminaban juntos. Simón, aquel forzudo lleno de pecas, iba con Judas, el de Kariot, que llevaba al cuello su pañuelo amarillo, regalo de un nieto de los macabeos. Éramos doce. Trece con Jesús, el de Nazaret, el hombre que nos arrastró a aquella aventura de ir por los caminos de nuestro pue¬blo anunciando la llegada de la justicia de Dios.



Mateo 10, 1-4; Marcos 3, 13-19; Lucas 6, 12-16.
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