2012/03/29

50 LA TABERNA DE BETANIA


LA TABERNA DE BETANIA
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1. En los días de fiesta era difícil encontrar posada o alojamiento en Jerusalén, por la aglomeración de peregrinos. Tantos llegaban a reunirse, que un dicho de la época afirmaba que uno de los diez milagros que Dios realizaba desde el Templo era que todos cupieran en la ciudad. Era imposible que todos se alojaran en albergues situados dentro de las murallas y los que no cabían tenían que irse a los pueblos vecinos. Es improbable que los peregrinos acamparan al raso, pues en tiempo de Pascua las noches en Jerusalén, rodeada por el desierto, son muy frías. Así como los distintos sectores de la población tenían sus barrios fijos en la capital, así también los distintos grupos de peregrinos tenían sus lugares habituales de hospedaje. Todo hace suponer que el campamento de los que llegaban de Galilea estaba situado hacia la parte occidental de la ciudad, por donde está Betania.

2. Betania es un pequeño pueblo situado a unos seis kilómetros al este de Jerusalén, más allá del Monte de los Olivos, en el camino que va a Jericó. Actualmente, se le llama también El-Azariye, en recuerdo de Lázaro. En los sótanos de una iglesia dedicada a Marta, María y Lázaro se conserva una gran prensa de aceitunas y un pozo de la época de Jesús.

3. En toda ciudad israelita relativamente grande había albergues o tabernas para alojar a los peregrinos que iban de paso o a las caravanas de comerciantes. Estas hospederías consistían en un gran patio cercado, con pequeños cuartos alrededor, donde encontraban cobijo tanto los hombres como las cabalgaduras y otros animales. En la actualidad, en los países orientales hay aún hospederías de este tipo, a las que se llama “kans” (caravasares). En Israel hay una muy antigua en la ciudad de San Juan de Acre, puerto estratégico en tiempo de las Cruzadas.

4. Aunque de Lázaro y de sus hermanas Marta y María, nos dan poco datos los evangelios, una tradición cristiana bastante extendida los ha presentado como una familia de clase media o alta, que en una casa cómoda y tranquila recibían como huésped a Jesús, que iría allí como consejero espiritual cuando estaba cansado de andar mezclado con la gente. Esta imagen no tiene ninguna base. Los datos históricos acerca de las hospederías que había en la zona de Betania, cercana a Jerusalén dan pie para imaginarlos en otro marco: gente del pueblo, que vivía de su trabajo, nada refinados seguramente. Su amistad con Jesús sería fruto del frecuente contacto que tuvieron con él y sus amigos cuando viajaban a la capital.

A poca distancia de Jerusalén, al otro lado del Monte de los Olivos, está Betania, un pueblo pequeño y blanco, rodeado de datileras. Eso quiere decir su nombre: tierra de dátiles. Cuando los galileos íbamos a Jerusalén, terminábamos siempre buscando posada allá,(1) en alguna de las fondas de Betania.(2)

Lázaro - ¡Marta, mira a ver ese pan que pusiste en el horno! ¡Huele a quemado! ¡Y tú, María, deja de hablar y prepara otras seis esteras! La, la, rá, la, rí… ¡Este es el mejor tiempo del año, sí señor! ¡Jerusalén revienta de peregrinos!
María - ¡Y yo me voy a reventar los riñones! No hago más que agacharme y levantarme preparando esteras. Oye, hermano, esto ya está muy lleno. No cabe ni una aguja. Si alguien viene pidiendo posada, di que no, que ya no hay sitio.
Lázaro - Pero, muchacha, ¿tú no sabes que al que dice no a un galileo se le seca la lengua y le empiezan a salir gusanos por las orejas? Trae mala suerte decirle no a un galileo. ¡Aquí hay sitio para veinte más, si lo sabré yo, que me conozco esta taberna mejor que la palma de mi mano! ¡Epa, Marta, ayúdame con esta sopa, que los clientes están esperando!
Marta - ¡Ya voy, hombre, ya voy! ¡No tengo siete manos!

La Palmera Bonita se llamaba la taberna de Lázaro en Betania.(3) En ella se amontonaban mulos, hombres y camellos en las grandes fiestas que vivía Jerusalén, tres veces al año. Y, sobre todo, en la Pascua. Entonces, cuando la taberna estaba rebosando de gente y de animales y el aire se espesaba con el olor a vino, a sudor y a boñiga, era cuando Lázaro se sentía completamente feliz.

Lázaro - ¿Qué me dicen de esta sopa, eh? ¡Sírvanse, sírvanse más, que aún tengo otro caldero! ¡No quiero que nadie pase hambre en mi casa! ¡Aquí se duerme bien y se come mejor! ¡Para que lo cuenten después por todo el norte!

Lázaro era un hombre gordo y grande, con una tamaña barba que terminaba donde empezaba su abultada barriga.(4) Había nacido en Galilea y fue de muy joven a Judea. Desde entonces, se encargó de levantar aquel negocio. No había tenido mujer. Cuando le preguntaban, contestaba siempre que él estaba casado con su taberna y se relamía de gusto sus bigotes negros.

Lázaro - ¡Marta, ve preparando cuatro cabezas de cordero! ¡Estos paisanos quieren probar la especialidad de la casa!
Marta - Te advierto que tardarán un poco en hacerse. No puedo estar en todas partes a la vez.
Lázaro - No hay prisa, mujer, no te apures…
Marta - Tú no tendrás prisa, pero ésos sí tienen hambre. Y no me gusta hacer esperar a la gente.
Lázaro - Prepara las cabezas de cordero y calla. ¡Si no las quieren ellos, nos las zamparemos nosotros!
Marta - ¡Pero si acabas de comer, Lázaro! ¡Pareces un saco sin fondo!

Marta, la hermana mayor de Lázaro, era una mujer fuerte, de brazos robustos y piernas ágiles. Trabajaba en la fonda desde hacía unos años cuando quedó viuda. Y trabajaba mucho. Lázaro la quería y confiaba en ella. Desde que Marta lo ayudaba en la taberna, el negocio había subido como la espuma del vino al fermentar. María, la otra hermana de Lázaro, era muy distinta.

María - ¡Ay, Lázaro, ay!
Lázaro - ¿Qué pasa, María?
María - No sabes lo que me ha estado contando ese Salim, el camellero que acaba de llegar. Dice que por Samaria se encontró con una docena de ladrones. ¡Llevaban un cuchillo en la boca y salían de debajo de las piedras, como los alacranes!
Lázaro - Cuentos, cuentos...
María - Pero, Lázaro, ¡imagínate que alguno de los que han llegado ayer del norte sea uno de ésos! Hay un manco que no me gusta nada.
Lázaro - Si es manco, ¿cómo va a ser ladrón, María?
María - ¡Le queda una mano, Lázaro! Ese hombre está raro, te lo digo yo. Estuve registrando en el saco y allá en el fondo brillaba una cosa... ¿No será de esa pandilla? Este camellero que te digo me contaba que esos ladrones lo que buscan son joyas.
Lázaro - Bueno, pues si es eso lo que buscan, se van a ir con las manos limpias. ¡Aquí lo único que encuentran son calderos de sopa y ratas!
María - Lázaro...
Lázaro - ¿Qué pasa, María? No me asustan tus cuentos de ladrones.
María - No, si no es eso. Mira, ese camellero que te digo... yo creo que sería un buen marido para Marta, ¿no crees? Parece muy honrado. Y tiene unas manos grandes y fuertes. La sabría defender.
Lázaro - ¿Defenderla de quién? ¡Marta se sabe defender solita! Anda, no enredes más. ¿Ya preparaste las esteras que te dije?
María - ¡Uy, se me había olvidado! Hablando con el camellero...
Lázaro - ¡Diablos, todo se te olvida! ¡Corre a prepararlas! ¡Anda, corre!

María era la otra hermana de Lázaro. Tenía los ojos grandes y algo bizcos, como dos pájaros sueltos que se iban detrás de todo lo que veían. Era fea, pero tan alegre, que al poco rato de estar hablando con ella, uno no se fijaba más que en su boca, que sonreía siempre. Su marido la había abandonado hacía unos meses. Y desde entonces, también trabajaba con Lázaro en la taberna.

Lázaro - ¡María, ve preparando más esteras de las que te dije! ¡Ahí vienen otros galileos!

Pasado el mediodía, llegamos a la Palmera Bonita. En Jerusalén nos dijeron que allá podríamos encontrar posada. Veníamos cansados del camino, llenos de polvo y con las tripas vacías. Cuando nos acercábamos a la taberna, Lázaro salió a recibirnos a la puerta.

Lázaro - Eh, ustedes, ¿cuántos son?
Juan - Cuenta, cuenta... todos los que ves aquí.
Lázaro - Seis, ocho, doce... trece. Trece: dicen que ese número trae mala suerte.
Tomás - Ya lo de-de-decía yo.
Lázaro - ¡Pero a mí nunca un galileo me ha traído mala suerte! ¡Al contrario! ¿Son de por allá, no?
Pedro - Casi todos. Bueno, éste del pañuelo amarillo, no. Y el de las pecas, tampoco.
Tomás - Yo soy de Judea tam-tam-también.
Jesús - Bueno, amigo, ¿hay sitio para nosotros o no?
Lázaro - ¡Pues claro que sí, galileos, claro que lo hay! Donde caben siete ovejas, cabe el rebaño entero, ¿no es así? Además, llegan ustedes a tiempo de hincarle el diente a unas cabezas de cordero que se están haciendo. ¿Qué? ¿No les llega el aroma? Se las iban a comer otros clientes, pero no tuvieron paciencia de esperar a que los sesos se pusieran bien blanditos! Estaba escrito en el libro de los cielos que esas cabezas irían a parar a la panza de ustedes. ¡Ea, vengan adentro!

Cuando entramos en la taberna de Lázaro, Marta estaba recogiendo las sobras de la comida que había servido un poco antes a más de cuatro docenas de paisanos. En los rincones del amplio patio todavía quedaban algunos bebiendo y jugando a los dados. Los chivos mordisqueaban en el suelo pedazos de pan y un camello paseaba lentamente sus jorobas ante nuestros ojos.

Lázaro - ¡Eh, Marta, prepara también una olla de garbanzos! ¡Y saca vino! ¡Aquí hay más clientes y tienen hambre! ¡Y tú, María, ven acá corriendo! Siéntense por ahí, camaradas, que podrán comer enseguida. Bueno, y cuéntenme, ¿qué noticias hay por Galilea? ¿Cuándo le cortan el pescuezo a Herodes? ¿De dónde vienen ahora?
Juan - De Cafarnaum. Nos juntamos allá para venir a celebrar la Pascua.
Pedro - Y cuéntanos tú qué hay por Jerusalén. Hemos visto muchos soldados.
Lázaro - Todos los años es lo mismo. Pero este año hay más guardias que ratas. Y cada uno tiene cuatro ojos delante y otros cuatro detrás. ¡Hay que andarse con mucho cuidado!
María - ¿Qué, Lázaro? ¿Cuántos han venido?
Lázaro - Son trece, María. Vete a preparar trece esteras.
María - Pero, Lázaro, ¿no sabes cómo está eso? Se pisan unos a otros.
Lázaro - Busca trece agujeros donde Dios te dé a entender, María. Pero antes atiéndeme a estos compatriotas mientras yo voy recogiendo por ahí... Y ustedes, no le hagan mucho caso a esta hermana mía. Si se descuidan, los enreda en su madeja y de ahí no salen.
María - ¿De dónde eres tú? ¿Galileo, verdad?
Juan - Sí. Vivo en Cafarnaum.
María - ¡Ay, mira, de Cafarnaum! De ahí conocí yo a un tal Pánfilo... ¡me contaba cada cosa! Decía que Cafarnaum es una ciudad muy bonita y con más jardines que Babilonia, y tan grande que hacen falta dos pares de sandalias para recorrerla de una punta a otra. Y me decía también que en el lago hay unos peces así de grandes, de cuatro colores, bendito sea Dios, y unas palmeras así de altas, que tapan el sol con los penachos... ¡Ay, caramba, lo que me gustaría a mí viajar allá al norte y conocer todo aquello! Pero, imagínense, paisanos, una aquí, amarrada a esta taberna para sacarla adelante. Ah, pero eso sí, cuando sea vieja, ya verán, entonces le voy a dar la vuelta al país entero, aunque sea montada en ese camello. Así que de Cafarnaum, de donde Pánfilo. Y tú, ¿qué? ¿También eres de allá?
Pedro - No, yo soy de más arriba. De Betsaida.
María - ¿De la grande o de la chica? Por aquí vino un tipo de Betsaida que andaba enamorado de mí. Pero era bizco, así como yo. Bueno, peor que yo. No nos entendíamos. Cuando yo miraba para un lado, él miraba para el otro... ¡era un lío! ¡Dos bizcos no se pueden casar! Oye, ¿y de dónde eres tú?
Jesús - De Nazaret.
María - ¿De Nazaret? ¡Uy, en mi vida había oído hablar de ese pueblo!
Jesús - Ni yo tampoco, María, hasta que nací en él.
María - ¿Y dónde queda eso, tú?
Jesús - Lejos, muy lejos. Donde el diablo dio las tres voces, y nadie lo oyó.
María - ¡Ay, qué risa!
Jesús - Aquello es muy pequeño, ¿sabes? No es como Cafarnaum. Pero también las cosas pequeñas son importantes, no creas. Fíjate en ésta: Pequeña como un ratón y guarda la casa como un león. ¡Una, dos y tres: dime qué cosa es!
María - Pequeña como un ratón y... ¡la llave! ¡Adiviné, adiviné!
Jesús - Escucha ésta entonces: Pequeño como una nuez, sube al monte y no tiene pies.
María - Espérate... una nuez sube al monte... ¡el caracol! ¡Otra, otra!
Jesús - Ésta sí que la pierdes. Escucha bien: No tiene hueso, nunca está quieta, y con más filo que una tijera.
María - No tiene hueso... Ésa no la sé...
Jesús - ¡La lengua tuya, María, la lengua tuya que no se cansa de hablar!
María - Ah, no, eso no se vale, no... ¡ay, qué risa!... Oye, ¿y tú cómo te llamas?
Jesús - Jesús.
Tomás - Le di-di-dicen el mo-mo-moreno.
María - ¿Tienes mal la garganta? Mira, si quieres, te doy una receta: dos medidas de agua y dos de yerbalinda que haya estado en remojo durante tres días. Haces gárgaras y la lengua se te suelta a hablar que da gusto.
Juan - Ésta debe haber tornado mucho de ese jarabe, ¿no?

Al fondo de la taberna, Marta comenzó a impacientarse...

Marta - ¡Lázaro, Lázaro! Pero, ¿es que no te enteras que María no para de darle a la lengua y me ha dejado sola con todo el trabajo que hay en la cocina? ¡Dile que me ayude!
Lázaro - ¡Al diablo con estas mujeres! ¡Arréglenselas ustedes como puedan!

Entonces Marta se acercó a donde estábamos sentados. Sobre su vestido de rayas llevaba un delantal grande, lleno de grasa, que olía a cebolla y a ajo.

Marta - Miren, ustedes me perdonarán, pero si hay que preparar comida para trece y esta hermana mía no hace más que parlotear, no vamos a acabar nunca. No le hablen más, a ver si viene a echarme una mano.
María - Marta, oye esto: “pequeña como un ratón y guarda la casa como un león”... ¿Eh?... ¡La llave!
Marta - Vamos, María, por Dios, que no acabamos nunca.
Jesús - Pero, Marta, no te preocupes tanto. Tenemos hambre y a buen hambre no hay pan duro. Con cualquier cosa nos arreglamos. No te apures, no es necesario. Verás, María, oye ésta otra: Pequeña como un pepino y va dando voces por el camino…

María se quedó todavía un buen rato conversando. Se reía con nosotros y nosotros nos reíamos con ella. La alegría que contagiaba era más necesaria que el pan y que la sal. De todas formas, cuando Marta nos trajo aquellas cabezas de cordero que tanto habla elogiado Lázaro, nos las zampamos en un momento. Recuerdo que no dejamos ni los huesos.



Lucas 10, 38-42
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49 EN LA CIUDAD DEL REY DAVID


EN LA CIUDAD DEL REY DAVID
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1. El viaje a Jerusalén, con ocasión de las grandes peregrinaciones de Pascua, se hacía a pie. Como Cafarnaum está separada de Jerusalén por unos 200 kilómetros, Jesús y sus compañeros de caravana harían el trayecto en cuatro o cinco jornadas de camino. Cuando ya se acercaban a la ciudad santa, los peregrinos tenían la costumbre de cantar los llamados “salmos de las subidas” (Salmos 120 al 134). Entre los más populares estaba el que dice: “Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén” (Salmo 121).

2. Jerusalén significa “ciudad de paz”. Es una de las ciudades más antiguas del mundo. Está construida sobre una meseta rocosa, flanqueada por dos profundos valles, el del Cedrón y el de la Gehenna. Mil años antes de nacer Jesús, Jerusalén fue conquistada por el rey David a los jebuseos y se convirtió en la capital del reino. A lo largo de su historia, Jerusalén ha sido destruida total o parcialmente en más de 20 ocasiones. Una de las destrucciones más terribles la sufrió 586 años antes de Jesús, cuando los babilonios la arrasaron hasta los cimientos. Otra, la definitiva, 70 años después de la muerte de Jesús. En este caso, a manos de las tropas romanas, que sofocaron así la insurrección de los zelotes.

Jerusalén es una ciudad rodeada de murallas, a la que se entra por una docena de puertas. Las numerosas guerras y destrucciones soportadas por la ciudad hacen que en la actual Jerusalén se superpongan zonas y construcciones más o menos antiguas con otras más recientes. Son innumerables los recuerdos auténticos del tiempo de Jesús.

Jerusalén fue, desde el tiempo de los profetas hasta los escritos del Nuevo Testamento, el símbolo de la ciudad mesiánica, de la ciudad donde vive Dios, el lugar donde al final de los tiempos se congregarán todos los pueblos para la fiesta del Mesías (Isaías 60; 1-22; 1-12; Miqueas 1, 1-5; Apocalipsis 21, 1-27). A Jerusalén también se le da el nombre de Sión, por estar construida sobre un montículo que lleva ese antiguo nombre.

Jerusalén era capital del país y centro de la vida política y religiosa de Israel. Se calcula que en tiempos de Jesús vivirían dentro de sus murallas unas 20 mil personas y fuera de ellas, en la ciudad que se iba extendiendo por los alrededores, entre 5 mil y 10 mil habitantes. La población total de Palestina era de 500 mil ó 600 mil habitantes. En las fiestas de Pascua llegaban a Jerusalén unos 125 mil peregrinos, con lo que la ciudad desbordaba de gente. Las muchedumbres de visitantes -nacionales y extranjeros- multiplicaban los negocios y sus beneficios, favorecían todo tipo de revueltas y tumultos y convertían la ciudad en una auténtica marejada humana, en la que la gente del campo o de pueblos pequeños debía encontrarse sorprendida y confusa.

3. Adosada a la parte norte del Templo de Jerusalén, estaba la Torre Antonia, fortificación amurallada, que servía como cuartel de una guarnición romana. La Antonia fue una de las grandes obras arquitectónicas de Herodes el Grande, que remodeló para ello la fortaleza Bira, dándole el nombre de Marco Antonio, su aliado en Roma. Herodes hizo en la Antonia un pequeño palacio y la incorporó al edificio del Templo. La fortaleza tenía 20 metros de altura con cuatro torres, de 25 metros de alto cada una, a excepción de la que dominaba el Templo, que era aún más alta: 35 metros. Desde la Torre Antonia, los soldados romanos vigilaban continuamente la explanada del Templo. Esta vigilancia se extremaba en la fiesta de Pascua, cuando el gentío era superior al acostumbrado.

4. Marcos es mencionado por primera vez en el libro de los Hechos de los Apóstoles (12, 25), acompañando a Pablo en su viaje de Jerusalén a Antioquía. Era primo de Bernabé, otro compañero de Pablo en sus viajes. En distintas ocasiones Marcos -su nombre entero era Juan Marcos- aparece también junto a Pablo y junto a Pedro, quien en una carta le llama “su hijo” (1 Pedro 2, 13). De Marcos se sabe, por varios datos del Nuevo Testamento, que era de Jerusalén, donde vivía su madre, que Pedro tuvo amistad con él y su familia y que los primeros cristianos se reunían habitualmente en su casa (Hechos 12, 12). Desde el siglo II se le considera autor del segundo evangelio.

5. Dentro de las murallas de Jerusalén, entre las grandes construcciones de la ciudad, destacaba el Templo, descomunal y lujoso edificio que equivalía por su superficie a la quinta parte de la extensión de toda la ciudad amurallada. Esto puede dar una idea de tan impresionante construcción, centro religioso y financiero del país.

6. En torno al Templo de Jerusalén abundaban siempre, y especialmente en los días de Pascua, hombres y mujeres que cumplían promesas religiosas, mendigos que pedían limosna, multitudes que oraban o hacían penitencias. Era costumbre que la hora de la oración de la tarde fuera anunciada desde el Templo con el resonar de las trompetas. Algunos fariseos lo preparaban todo para que en el instante en que se oyera esta llamada se encontraran ellos, como por casualidad, en medio de la calle para así tener que rezar ante todo el mundo y la gente los tuviera por muy piadosos. Para estas oraciones, los fariseos se cubrían con mantos blancos y se amarraban a la frente las filacterias, unas cajitas negras de cuero en las que introducían papelitos con versículos de las Escrituras.

Era muy temprano cuando nos pusimos en marcha. A nuestra espalda, el sol comenzaba a acariciar el azul y redondo lago de Galilea y le arrancaba los primeros brillos. Junto a él, perezosamente, Cafarnaum se sacudía el sueño. Pero no volvimos la cabeza para decir adiós a nuestra ciudad. Sólo teníamos ojos para Jerusalén. La alegría de la Pascua nos llenaba el corazón y nos hacía andar de prisa.(1)

Pedro - ¡Ea, compañeros, amárrense bien las sandalias y afinquen los bastones, que tenemos tres días de camino por delante!

La primera noche acampamos en Jenín. Después, tomamos el camino de las montañas hasta Guilgal. Luego enfilamos a través de las tierras secas y amarillas de Judea. Nuestras miradas saltaban de colina en colina buscando un atisbo de la ciudad santa a la que íbamos subiendo. De pronto, todos lanzamos un grito de alegría.

Juan - ¡Corran, corran, ya se ve la ciudad!

En un recodo del camino, a la altura de Anatot, apareció resplandeciente ante nosotros. Sobre el monte Sión brillaban las murallas de Jerusalén, sus blancos palacios, sus puertas reforzadas, sus torres compactas.(2) Y en el centro, como la joya mejor, el templo santo del Dios de Israel.

Pedro - ¡Que viva Jerusalén y todos los que van a visitarla!

Jerusalén, ciudad de la paz, era la novia de todos los israelitas: capital de nuestro pueblo, conquistada por el brazo astuto de Joab mil años atrás, en donde el rey David entró bailando con el arca de la alianza y en donde el rey Salomón construyó más tarde el templo de cedro, oro y mármol que fue la admiración del mundo. Las últimas millas de camino las anduvimos en caravana con muchos cientos de peregrinos que venían del norte, de Perea y la Decápolis, a comer el cordero pascual en Jerusalén. Entramos por la Puerta del Pescado. Junto a ella, se levantaba la Torre Antonia, el edificio más odiado por todos nosotros: era el cuartel general de la guarnición romana y el palacio del gobernador Poncio Pilato cuando venía a la ciudad.(3)

Pedro - ¡Escupan y vámonos de aquí! ¡Se me revuelven las tripas sólo de ver el águila de Roma!
Juan - ¡Puercos invasores, los estrangularía de dos en dos para acabar más pronto!
Jesús - No estrangules a nadie ahora, Juan, y vamos a buscar un lugar donde meternos. ¡Con tanta gente, acabaremos durmiendo al raso!
Pedro - ¡Síganme a mí, compañeros! Tengo un amigo cerca de la Puerta del Valle, que es como mi hermano. Se llama Marcos.(4)

Y enfilamos todos hacia la casa del tal Marcos…

Pedro - ¡Caramba, Marcos, al fin te encuentro! ¡Amigo, amiguísimo, choca esas dos manos!
Marcos - ¿Pedro? ¡Pedro tirapiedras, el granuja más grande de toda Galilea! Pero, ¿qué haces tú aquí, condenado? ¿Te anda persiguiendo la policía de Herodes? ¡Ajajá!
Pedro - ¡Hemos venido a celebrar la Pascua en Jerusalén como fieles cumplidores de la ley de Moisés, ajajá!
Marcos - ¡Déjate de cuentos conmigo, Pedro, algún contrabando habrás traído desde Cafarnaum!
Pedro - Pues sí, me traje una docena de amigos de contrabando. Camaradas: éste es Marcos. ¡Lo quiero más que a mi barca Clotilde, que ya es decir! Marcos: ¡todos éstos son de confianza! Hemos formado un grupo. Estamos organizándonos para hacer algo. Mira, este moreno es Jesús, el que más bulla hace de todos nosotros. Este de las pecas es Simón.
Marcos - Bueno, bueno, deja las presentaciones y vamos adentro. ¡Tengo medio barril de vino, suplicando que una docena de galileos se lo beba!
Pedro - ¿A beber ahora? ¿Estás loco? ¡Si acabamos de llegar!
Mateo - ¿Y qué importa eso? Estamos cansados del viaje. Podemos... podemos brindar porque los ladrones de Samaria no nos han roto el espinazo!
Juan - ¡Al diablo con este Mateo, sólo piensa en beber!
Pedro - Mejor será que nos digas dónde podemos encontrar un rincón para pasar la noche.
Marcos - ¡Pues vamos a la posada de Siloé! ¡Allí pueden meterse durante estos días! ¡Es un sitio grande y huele bien a roña, como les gusta a los galileos! ¡Vamos allá! Pero no se separen. Hay demasiada gente. Cualquiera se pierde en este embrollo.

En los días de Pascua, Jerusalén parecía una caldera enorme donde bullían los 40 mil vecinos de la ciudad, los 400 mil peregrinos que venían desde todos los rincones del país y los inmensos rebaños de corderos que se amontonaban en los atrios del Templo esperando ser sacrificados sobre la piedra del altar.(5)

Tomás - ¡Un momento, un momento! Antes de buscar po-po-posada, tenemos que visitar el templo. Lo pri-pri-primero es lo de Dios. Al que no sube al templo cuando llega a Jerusalén, se le seca la ma-ma-mano derecha y se le pe-pe-pega la lengua al paladar.
Juan - Tomás habla por experiencia...
Pedro - ¡Sí, compañeros, vamos al templo a dar un saludo a los querubines!
Juan - ¡Y a dar gracias porque hemos llegado sanos y salvos!
Jesús - ¡Y que el Dios de Israel nos eche la bendición a todos los que hemos venido este año a celebrar la Pascua!

Miles de peregrinos se atropellaban para pasar bajo los arcos del famoso templo de Salomón. En el aire resonaban los gritos, los rezos y los juramentos, mezclados con el olor penetrante a grasa quemada de los sacrificios. Junto a los muros, se apostaban los cambistas de monedas y toda clase de baratilleros vociferando sus mercancías... Aquello parecía la torre de Babel.

Marcos - ¡Maldita sea con estos vendedores! ¡Te revientan las orejas! ¡Eh, ustedes, vamos al atrio de los israelitas! Seguramente ya están subiendo la escalinata.
Juan - ¿Quiénes son los que están, Marcos?
Marcos - Los penitentes. Vienen a cumplir las promesas que hicieron durante el año. ¡Míralos allá!

Un grupo de hombres, vestidos de saco y arrojándose puñados de ceniza en la cabeza, subían a gatas los escalones del atrio. De su cuello y sus brazos colgaban gruesos rosarios de amuletos. Sus rodillas se habían vuelto rugosas como las de los camellos, después de tanto hincarse sobre las piedras.

Pedro - ¿Y para qué hacen esto, Marcos?
Marcos - Ayunan siete días antes de la fiesta y ahora se presentan a los sacerdotes.
Jesús - ¿Y esos sacerdotes no les habrán explicado que Dios prefiere el amor a los sacrificios?
Marcos - Eso mismo digo yo. ¿Que quieren ayunar? Pues que se laven la cara y se peinen bien para que nadie se entere de lo que están haciendo, ¿no es verdad, Jesús? Vamos, vamos arriba.

Subimos la escalinata. Allá, en una esquina, frente al atrio de los sacerdotes, un coro de hombres, cubierta la cabeza con el manto negro de las oraciones, rezaba sin tomar aliento los salmos de la congregación de los piadosos. Eran los mejores fariseos de Jerusalén.

Pedro - Mira a ésos… Parecen cotorras, repitiendo lo mismo sin parar. No sé cómo no se les traba la lengua.
Marcos - Dicen que están rezando a Dios, pero con el rabo del ojo están curioseándolo todo.
Jesús - Eso es lo que buscan: que la gente se fije en ellos. Si buscaran a Dios, rezarían en secreto, con la puerta cerrada.
Marcos - ¡Oigan, miren quién viene por ahí!

Al salir, cuando íbamos a atravesar la Puerta Hermosa, se oyó el sonido de las trompetas y la multitud se hizo a un lado. Enseguida se formó una hilera de mendigos junto al arco de la puerta. Entonces, aparecieron cuatro levitas, cargando una silla de manos. Se detuvieron junto a los mendigos y descansaron la silla en el suelo. Abrieron las cortinas y José Caifás, el sumo sacerdote de aquel año, descendió lentamente, vestido con una túnica blanca. Con sus ojos de lechuza, miraba inquieto a uno y otro lado. Quería que el pueblo lo viera dando limosna.(6) Pero no quería correr ningún riesgo. El año pasado, durante la fiesta, un fanático le había arrojado un puñal...

Mateo - ¡Con buen sinvergüenza nos hemos topado!
Tomás - No digas eso, Ma-ma-mateo. Es el sumo sacerdote de-de-de Dios.
Mateo - ¡Qué sumo sacerdote! ¡Ese tipo sólo busca que hablen de él! Mira lo que está haciendo...

Caifás se acercó a los mendigos y les repartió denarios como el que reparte dulces a los niños. Con una mano daba la limosna y con la otra mostraba un cordón de oro, símbolo de su rango, que los mendigos besaban con gratitud.

Jesús - Si fuera sumo sacerdote de Dios, no dejaría que su mano izquierda se enterara de lo que hace la derecha. Ése no es más que un hipócrita.
Pedro - ¡Natanael, Jesús, Andrés, vámonos ya! ¡Se nos hace tarde y todavía no tenemos donde dormir!
Marcos - No se preocupen tanto por la posada. Si no hay lugar en Siloé, se van a Betania. Allá está el campamento de los galileos. Pero ahora, ¡a beber el medio barril que les ofrecí, o si no, los denuncio a la policía romana!

Por fin, después de zapatear las callejuelas de Jerusalén, regresamos a casa
de Marcos a beber el medio barril prometido…

Marcos - ¡Brindo por estos trece compatriotas que han viajado desde Galilea para visitar la casa de este humilde merchante de aceitunas!
Pedro - Oye, oye, Marcos, que no vinimos por verte a ti, granuja. Vinimos por Jerusalén. ¡Brindo por la ciudad santa de Jerusalén!
Marcos - Pedro, desengáñate. A esta ciudad no le queda ni la “s” de santa. “¡El Templo de Jerusalén, el Templo de Jerusalén!”… ¿Saben lo que decimos los que vivimos aquí? Que en el Templo de Jerusalén se guarda el tesoro de fe más grande del mundo. ¿Y saben por qué? ¡Porque todo el que viene a visitarlo, pierde la fe y la deja allí! ¡Y si sólo fuera el templo! Mira, ¿ven aquellas luces?... Esos son los palacios de los del barrio alto. Vete después a las barracas del Ofel y a las casuchas de adobe junto a la Puerta de la Basura. Un hormiguero de campesinos que vinieron a buscar trabajo en la capital. Y lo que encuentran es miseria y fiebres negras. Esta ciudad está podrida, te lo digo yo, que la conozco.
Jesús - Sí, Marcos. Está construida sobre arena. Acabará derrumbándose.
Tomás - Dicen que los cimientos de Jerusalén son de roca pu-pu-pura.
Jesús - La justicia es la única roca firme, Tomás. Y esta ciudad está levantada sobre la ambición y las desigualdades.
Marcos - Bueno, muchachos, ahora sí tenemos que ir caminando hacia Betania. ¡Vámonos!

Las calles estaban abarrotadas de gente y animales. Ya olían los ázimos en los hornos de pan. Olían también los perfumes de las célebres prostitutas de Jerusalén que, sin esperar la noche, se exhibían muy pintadas junto al muro de los asmoneos. En todas las esquinas del barrio bajo se apostaba a los dados y se jugaba al reyecito. Las tabernas estaban repletas de borrachos y los niños salían a robarse las sobras de las mesas. Salimos por la muralla de Oriente. Atravesamos el torrente Cedrón, que en primavera llevaba mucha agua. Subimos el Monte de los Olivos y llegamos a Betania, donde los galileos siempre encontrábamos albergue para pasar los días de Pascua. Atrás quedaba Jerusalén, llena de luces y ruidos. El hambre, la injusticia y la mentira, guardaban, soñolientas y satisfechas, las puertas amuralladas de la ciudad del rey David.



Mateo 6, 1-18
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48 LOS TRECE


LOS TRECE
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48.1. Tres veces al año, con ocasión de las fiestas de Pascua, Pentecostés y las Tiendas, los israelitas tenían costumbre de viajar a Jerusalén. También viajaban hacia la capital multitud de extranjeros de los países vecinos. La fiesta de la Pascua era la que atraía el mayor número de peregrinos cada año. Como era en primavera, esto facilitaba el viaje, porque para febrero o marzo terminaba ya la época de las lluvias y los caminos estaban más transitables. Formaba parte esencial de los preparativos del viaje buscar compañía para el camino. Había muchos asaltantes de caminos y nadie se atrevía a hacer solo un viaje tan largo. Por eso se formaban siempre grandes caravanas para las fiestas.

48.2. Las perlas fueron un artículo muy codiciado en los tiempos antiguos. Simbolizaban la fecundidad: eran un fruto precioso de las aguas y crecían y se desarrollaban ocultas, como sucede con el embrión humano. Las pescaban buceadores en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico y eran muy usadas en collares. Los tesoros escondidos son tema predilecto de los cuentos orientales. En el tiempo de Jesús tenían una base histórica. Las innumerables guerras que sacudieron Palestina a lo largo de siglos hicieron que mucha gente, en el momento de la huida, dejara escondido en la tierra sus posesiones más valiosas, hasta un posible retorno que no siempre ocurría.

48.3. El número doce tenía una significación especial en el antiguo Oriente. Seguramente, por el hecho de estar dividido el año en doce meses. En Israel, era considerada como cifra que designaba una totalidad y que sintetizaba, en un solo número, a todo el pueblo de Dios. Doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus que poblaron la Tierra Prometida. Una tradición muy antigua dentro de los evangelios recuerda en varias ocasiones que Jesús eligió a doce discípulos, como núcleo de sus muchos seguidores. Cuando en los textos del Nuevo Testamento se habla de “los doce”, se está haciendo referencia a doce personas individuales -de los que tenemos la lista de nombres- y a la vez, “los doce” es un símbolo de la nueva comunidad, heredera del pueblo de las doce tribus. El número doce es particularmente preferido en el libro del Apocalipsis: aparece en las medidas de la nueva Jerusalén y en el número de los elegidos, que serán 144 mil (12 × 12 × mil = totalidad de totalidades).

Estaba ya cerca la fiesta de la Pascua.(1) Como cada año, al llegar la luna llena del mes de Nisán, los hijos de Israel volvíamos los ojos hacia Jerusalén, deseando celebrar dentro de sus muros la fiesta grande de la liberación de nuestro pueblo. En todas las provincias del país se organizaban caravanas. En todos los pueblos se formaban grupos de peregrinos que se reunían para viajar a la ciudad santa.

Jesús - ¿Por qué no vamos este año juntos, compañeros?
Pedro - Apoyo la idea, Jesús. ¿Cuándo salimos?
Jesús - Dentro de dos o tres días estaría bien, ¿no, Pedro? Juan, Andrés, ¿qué les parece a ustedes?
Juan - No hay más que hablar. Vamos con los ojos cerrados.
Pedro - ¿Y tú, Santiago?
Santiago - Seremos muchos galileos en la capital para la fiesta. Algún lío podremos armar, ¿no? ¡En la Pascua es cuando las cosas se ponen calientes!
Jesús - Entonces, ya somos cinco.

Al día siguiente, era día de mercado, y Pedro fue a ver a Felipe el vendedor.

Felipe - Bueno, bueno, pero ustedes van a Jerusalén ¿a qué? ¿A meterse en líos y hacer revolución... o a rezar? Aclárame eso, que yo entienda bien.
Pedro - Felipe, vamos a Jerusalén y eso basta. ¿Vienes o no?
Felipe - Está bien, está bien, narizón. Voy con ustedes. A mí no me pueden dejar fuera.
Pedro - ¡Contigo ya somos seis!

Y Felipe avisó a su amigo...

Felipe - ¡Natanael, tienes que venir!
Natanael - Pero, Felipe, ¿cómo voy a dejar el taller así? Además, todavía tengo callos de la otra vez, cuando fuimos al Jordán.
Felipe - Aquel fue un gran viaje, Nata. Y éste será todavía mejor. Decídete, hombre. Si no vienes, te arrepentirás en todo lo que te resta de vida.
Natanael - Bueno, Felipe, iré. ¡Pero entérate de que lo hago por Jerusalén, no por ti!
Felipe - ¡Entonces seremos siete!

En aquellos días, pasaron por Cafarnaum nuestros amigos del movimiento zelote, Judas, el de Kariot, y su compañero Simón. También se animaron a viajar a Jerusalén para la fiesta. Con ellos dos, ya éramos nueve.

Juan - Oye, Andrés, me dijeron que Jacobo, el de Alfeo, y Tadeo, pensaban ir a la capital en estos días. ¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros?

Con Tadeo y con Jacobo, los dos campesinos de Cafarnaum, ya éramos once.

Jesús - Oye, Mateo, ¿tú vas a ir a Jerusalén para la fiesta?
Mateo - Sí, eso voy a hacer, Jesús. ¿Por qué me lo preguntas?
Jesús - ¿Con quién vas, Mateo?
Mateo - Conmigo.
Jesús - Vas solo, entonces.
Mateo - Me basto y me sobro.
Jesús - ¿Por qué no vienes con nosotros? Estamos pensando en ir un grupo para allá.
Mateo - ¡Puah! ¿Y quiénes son ese grupo?
Jesús - Andrés, Pedro, los hijos de Zebedeo, Judas y Simón, Felipe... Ven tú también.
Mateo - Esos amigos tuyos no me gustan nada. Y yo no les gusto nada a ellos.
Jesús - Mañana salimos, Mateo. Si te decides, ven por la casa de Pedro y Rufina al amanecer. Te estaremos esperando.
Mateo - Pues espérenme sentados para no cansarse. ¡Bah, eres el tipo más chiflado que me he topado en toda mi puerca vida!

Tomás, el discípulo del profeta Juan, fue el último en enterarse del viaje. Su compañero Matías había regresado ya a Jericó mientras él se quedaba unos días más por Cafarnaum.

Tomás - Yo tam-tam-también voy con ustedes. Me-me-me gusta mucho la idea.

Aquel primer viaje que hicimos juntos a Jerusalén fue muy importante para todos. Pero, ¡qué ideas tan distintas teníamos entonces de lo que Jesús se traía entre manos, de lo que era el Reino de Dios!

El sol todavía no asomaba por los montes de Basán, pero ya nosotros estábamos alborotando a todo el vecindario. Nos íbamos a Jerusalén a celebrar la Pascua. De nuestro barrio ya habían salido unos cuantos grupos de peregrinos. Y en los próximos días viajarían muchos más. Uno tras otro, con las sandalias bien amarradas para el largo camino, fuimos reuniéndonos aquella madrugada en casa de Pedro y Rufina.

Pedro - Miren el que faltaba, compañeros… ¡Felipe! Oye, cabezón, ¿tú no venías a Jerusalén con nosotros?
Felipe - Claro que sí, Pedro. Aquí me tienen. Uff, si me he demorado un poco, échenle la culpa a éste. No tiene grasa en las ruedas.
Santiago - ¿Y para qué lo has traído? ¿No me digas que piensas ir a Jerusalén con ese maldito carretón?
Felipe - Pues sí te lo digo, pelirrojo. Yo soy como los caracoles que viajan con todo lo suyo encima.
Pedro - Pero, Felipe, ¿tú estás loco?
Felipe - Estoy más cuerdo que ustedes. En estos viajes es cuando más se levanta el negocio, amigos. La gente lleva sus ahorritos a Jerusalén. Muy bien. Yo llevo mercancía. Ustedes rezando. Yo vendiendo. Un peine por acá, un collar por allá. A nadie le hago daño, que yo sepa.
Santiago - No, no, no, Felipe. Quítatelo de la cabeza. No vamos a ir contigo empujando ese basurero. Ese carretón se queda.
Felipe - ¡El carretón va!
Santiago - ¡El carretón se queda!
Felipe - ¡Si él se queda, me quedo yo también!
Juan - Jesús, dile algo a Felipe a ver si lo convences. Tú te las entiendes bien con él.

Entonces Jesús nos guiñó un ojo a todos para que le siguiéramos la corriente...

Jesús - Felipe, deja el carretón y las baratijas. La perla vale más.(2)
Felipe - ¿La perla? ¿De qué perla me estás hablando, Jesús?
Jesús - ¡Shhh! Una perla grande y fina, así de gorda. Tú tienes buena nariz de comerciante. ¿Te interesa formar parte del negocio, sí o no?

Felipe se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con aire de cómplice.

Felipe - Habla claro, moreno. Si hay que reunir dinero, yo vendo el carretón. Vendo hasta las sandalias si hace falta. Luego negociamos con ella y sacamos una buena tajada. ¿Cuánto piden por esa perla?
Jesús - Mucho.
Felipe - ¿Y dónde está? ¿En Jerusalén?
Jesús - No, Felipe. Está aquí, entre nosotros.
Felipe - ¿Aquí? ¡Ya entiendo, claro! Contrabando. ¿Tú la llevas, Juan? ¿Tú, Simón? Está bien, está bien. Juro silencio. Siete llaves en la boca. Ya está. Pueden confiar en mí. Pero, díganme, ¿cómo la consiguieron?
Jesús - Escucha: Tadeo y Jacobo estaban trabajando en un campo. Metieron el arado para sembrarlo. Y de repente, se tropezaron con un tesoro escondido en la tierra.
Felipe - ¿Un tesoro? ¿Y qué hicieron con él?
Jesús - Lo volvieron a esconder. Fueron al dueño del campo y se lo compraron. Vendieron todo lo que tenían y compraron el campo. Así, el tesoro quedaba para ellos.
Felipe - Pero, ¿cuál fue el tesoro que encontraron?
Jesús - ¡La misma perla que te dije antes! Ellos la descubrieron.
Felipe - ¿La perla? Las perlas se encuentran en el mar, no en la tierra. ¿Qué lío me estás armando tú, nazareno?
Jesús - Escucha, Felipe: en realidad, la cosa comenzó en el mar, como tú dices. Pedro y Andrés echaron las barcas al agua. Y tiraron la red. Y la sacaron cargada de peces. Y cuando estaban separando los peces se llevaron una gran sorpresa porque...
Felipe - ...porque ahí fue donde encontraron la perla.
Jesús - Sí. Y lo dejaron todo, la red, las barcas, los peces. ¡Y se quedaron con la perla, que valía más!
Felipe - Pero entonces, el tesoro del campo... Ah, claro, ya entiendo. Y entonces... Espérate. No entiendo nada. Cabeza grande, Jesús, pero poco seso. Aclárame el negocio.
Jesús - El negocio, Felipe, es que todos nosotros hemos dejado nuestras cosas, nuestros campos, nuestras redes y nuestras casas por la perla. Deja tú también el carretón.
Felipe - Está bien, está bien. Pero por lo menos enséñame la perla para...
Jesús - La perla es el Reino de Dios, Felipe. Anda, deja tus cachivaches y ven a Jerusalén con las manos libres. Olvídate por unos días de tus peines y tus collares y celebra la Pascua con la cabeza despierta.
Felipe - Así que, ni contrabando ni carretón. Pandilla de granujas, ¡si me siguen tomando el pelo, acabaré más calvo que Natanael! Está bien, está bien, lo dejaré al cuidado de doña Salomé hasta la vuelta.

Cuando ya nos íbamos, llegó Mateo. Aunque todavía era muy temprano, ya andaba medio borracho.

Santiago - ¿Qué se te ha perdido por aquí, apestoso?
Jesús - Bienvenido, Mateo. Sabía que vendrías.
Juan - ¿Que vendría a qué?
Jesús - Mateo también viene con nosotros. ¿No se lo había dicho?
Santiago - ¿Dices que este tipo viene con nosotros o es que he oído mal?
Jesús - No, Santiago, oíste bien. Yo le dije a Mateo que viniera con nosotros.
Santiago - ¡Al diablo contigo, moreno! ¿Y esto qué quiere decir?
Jesús - Quiere decir que la fiesta de Pascua es para todos. Y que las puertas de Jerusalén, como las puertas del Reino de Dios, se abren para todos.

Las palabras de Jesús y la presencia de Mateo nos sacaron de quicio. Santiago y yo estuvimos a punto de caerle a puñetazos. En medio del alboroto, Simón y Judas nos llevaron aparte.

Judas - Cállate, pelirrojo. No grites más. ¿Es que no entiendes?
Santiago - ¿Entender qué? Aquí no hay nada que entender. Jesús es un imbécil.
Judas - Los imbéciles son ustedes. Jesús ha planeado la cosa demasiado bien.
Juan - ¿Qué quieres decir con eso?
Judas - La frontera de Galilea está muy vigilada, Juan. Temen un levantamiento popular. A todos nosotros nos tienen fichados. Y a Jesús, el primero. Yendo con Mateo, la cosa cambia. Llevamos más cubiertas las espaldas, ¿comprendes? Mateo conoce a todos esos marranos que controlan la frontera.
Juan - ¿Y tú crees que Jesús lo haya invitado por eso?
Judas - ¿Y por qué si no, dime? El tipo es astuto. Piensa en todo.
Juan - Pero, Mateo, ¿por qué se presta al juego?
Judas - Mateo es un borracho. Dale vino y te sigue como un carnero.
Santiago - Tienes razón, Iscariote. Cada vez me convenzo más que con éste de Nazaret iremos lejos. ¡Es el hombre que necesitamos! ¡Ea, muchachos, vámonos ya!
Tomás - No, no, espérense un po-po-poco.
Juan - ¿Qué pasa ahora, Tomás? ¿Has olvidado algo?
Tomás - No, no, no es eso. ¿Se han fi-fi-fijado ustedes cuántos somos?
Santiago - Sí, somos trece. Con este puer... quiero decir, con este Mateo somos trece.
Tomás - Di-di-dicen que ese número trae ma-ma-mala suerte.
Pedro - Bah, no te preocupes por eso, Tomás. Cuando le corten el gañote a alguno de nosotros, seremos doce, número redondo, como las tribus de Israel. ¡Ea, compañeros, andando, Jerusalén nos espera!

Éramos trece. Pedro, el tirapiedras, iba delante, con la cara curtida por todos los soles del lago de Galilea y la sonrisa ancha de siempre. A su lado, Andrés, el flaco, el más alto de todos, el más callado también. Mi hermano Santiago y yo, que soñábamos con Jerusalén como un campo de batalla en el que todos los romanos serían destruidos por la fuerza de nuestros puños. Felipe, el vendedor, llevaba en la cintura la corneta con que anunciaba sus mercancías y de vez en cuando la hacía sonar. No quiso separarse de ella. A su lado, como siempre, Natanael. El sol de la mañana relucía en su calva. Caminaba despacio, cansado antes de empezar la marcha. Tomás, el tartamudo, mirando a un lado y a otro con ojos curiosos. No hacía más que hablar con su media lengua del profeta Juan, su maestro. Mateo, el cobrador de impuestos, con los ojos rojos por el alcohol y el paso vacilante. Jacobo y Tadeo, los campesinos de Cafarnaum, caminaban juntos. Simón, aquel forzudo lleno de pecas, iba con Judas, el de Kariot, que llevaba al cuello su pañuelo amarillo, regalo de un nieto de los macabeos. Éramos doce. Trece con Jesús, el de Nazaret, el hombre que nos arrastró a aquella aventura de ir por los caminos de nuestro pue¬blo anunciando la llegada de la justicia de Dios.



Mateo 10, 1-4; Marcos 3, 13-19; Lucas 6, 12-16.
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47 NUESTRO PAN DE CADA DÍA


NUESTRO PAN DE CADA DÍA
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1. En Israel los pobres dormían en esteras de paja, extendidas sobre la tierra y se cubrían con sus mantos. Usar cama para dormir era un lujo. Sólo los ricos disponían de una especie de camas, no exactas a las actuales, que en algunas ocasiones les servían durante el día como mesas para comer. Las esteras solían hacerse a partir de una tira larga de fibra que después se cosía en espiral.

2. En varias ocasiones el evangelio se refiere a la costumbre de Jesús de rezar en el silencio de la noche (Lucas 5, 16). Jesús cumpliría con las oraciones tradicionales en su pueblo: al amanecer, al atardecer, antes de las comidas y los sábados en la sinagoga. Pero lo que llamó la atención de sus contemporáneos fue su forma personal, confiada y constante, de hablar con Dios, al margen de las leyes litúrgicas.

3. En su oración, Jesús rezaba por otros y así consta varias veces en los evangelios (Lucas 22, 31-32; Juan 14, 15-16). Esto fue muy significativo. En Israel no era frecuente la costumbre de que unos pidieran por otros. Interceder por los demás era propio del pro¬feta, del hombre que sentía responsabilidad y preocupación por los problemas de su pueblo.

4. En las oraciones de las gentes sencillas de Israel Dios era visto como un rey lejano. Rezar se entendía como una forma de rendirle homenaje. Y así como ante los reyes había que cumplir con un ceremonial, igual en la oración. Por eso existía la tendencia a usar fórmulas fijas, solemnes, establecidas por antiguas tradiciones. La oración estaba también ligada a la idea del mérito. Se entendía que rezando se conseguían favores de Dios. Y si se recomendaba la oración comunitaria era porque así llegaba con más fuerza al cielo.

5. Al enseñar a sus discípulos la oración del Padrenuestro, Jesús se apartó de las costumbres religiosas de su pueblo y de su tiempo. Las oraciones que rezaban los israelitas se recitaban en hebreo. El Padrenuestro es, en cambio, una oración en arameo, la lengua que hablaba la gente. En la lengua materna de Jesús, el Padrenuestro suena así: “Abba, yitqaddás semaj, teté maljutáj...” Jesús llamó a Dios “Abba” y enseñó a sus amigos a invocar a Dios con esta palabra tan familiar de la lengua aramea. “Abba” significa papá, papaíto. “Abba” e “imma” (papá, mamá) son las palabras de los primeros balbuceos infantiles. Para los contemporáneos de Jesús era inconcebible e irrespetuoso dirigirse a Dios con tanta espontaneidad. Así, Jesús sacó la oración del ambiente litúrgico y sagrado en donde la había colocado la tradición de Israel, para situarla en el marco de lo cotidiano. En toda la extensa literatura de oraciones del judaísmo antiguo no se encuentra ni un solo ejemplo en el que se invoque a Dios como “Abba”, ni en las plegarias litúrgicas ni en las privadas.

En el Padrenuestro, más que una fórmula fija para la oración, Jesús propuso una nueva relación de confianza con Dios. De las dos versiones que dan los evangelios del Padrenuestro (Mateo 6, 9-13 y Lucas 11, 2-4), la de Lucas es la más antigua y conserva las palabras más originales de Jesús.

Tomás y Matías se quedaron toda aquella noche hablándonos del profeta Juan, de los malos tratos que recibía allá en la cárcel de Maqueronte y de la enfermedad que le iba reventando los pulmones. La sangre nos hervía contra Herodes, el tirano que mantenía preso al profeta desde hacía tantos meses y que oprimía a nuestro pueblo desde hacía tantos años. Cuando ya pasaba de la medianoche.

Pedro - Bueno, compañeros, es muy tarde. ¿Qué les parece si nos vamos a dormir?
Juan - Oye, Pedro, hazme un sitio allá en tu casa. Así Tomás y Matías pueden quedarse aquí.
Pedro - Por supuesto, Juan, ven. Donde duermen ocho, duermen nueve... ¡o noventa y nueve! ¿Vamos, Jesús?

Jesús y yo fuimos con Pedro y Andrés a dormir en su casa. Por el camino, Jesús no habló una palabra. Parecía muy preocupado.

Pedro - Buenas noches a todos. ¡Que descansen mucho y ronquen poco!

Como la casa era pequeña y había mucha gente en ella, Jesús y yo nos echamos sobre un par de esteras, junto a la puerta.(1)

Jesús - Uff...
Juan - ¿Qué te pasa, moreno?
Jesús - Nada, Juan. Que no logro dormirme.
Juan - Debe ser el calor...
Jesús - Sí, a lo mejor es eso. ¿Sabes qué? Voy a tomar un poco de aire fresco.

Jesús salió fuera de la casa.(2) Toda la ciudad estaba silenciosa y oscura. Sobre su cabeza, miles de estrellas chispeaban, como pequeñas lamparitas colgadas del techo negro del cielo… Jesús respiró profundamente el aire de la noche y bajó por la callejuela que salía al embarcadero. Sólo se escuchaba el ir y venir de las olas, la respiración lenta y rutinaria del agua, como si el lago de Tiberíades también estuviese dormido. Jesús tanteó una piedra y se sentó sobre ella. Y se quedó allá un buen rato, con la mirada perdida en la oscuridad.

Jesús - Padre, tú estás en el cielo y también aquí en la tierra, con nosotros. Bendito seas tú. En tu nombre ponemos nuestra esperanza. Que venga pronto el día de nuestra Liberación. Que tu Justicia del cielo se cumpla también en la tierra. Danos mañana el pan que tenemos hoy. Danos hoy hambre de luchar para que mañana todos tengamos pan. Perdónanos y enséñanos a perdonar. No nos dejes vencer por el miedo. Libéranos de nuestros opresores. Libera al profeta Juan de la cárcel. Libera a nuestro pueblo. ¡Haznos libres, Padre nuestro!

Después de un buen rato, Jesús volvió a casa de Pedro. Se tumbó sobre la estera, junto a la puerta, y se durmió enseguida. Al amanecer...

Rufina - ¡Arriba, muchachos, que ya cantaron los gallos! Vamos, abuela Rufa, despiértese ya. Pedro, ¡ya se acabó el manoseo, vamos, levántate! Jonás, suegro... ¡Jonás! Hágase el dormido, sí, ¡ja! Simoncito, mi’jo, ponte los calzones, anda. ¡Shhh!, que vas a despertar a Mingo. ¡Andrés, caray! ¡Eh, ustedes dos, espabílense!
Juan - ¡Hummm! ¡Rayos, me quedaría durmiendo toda la mañana!
Rufa - Hija, ¿dónde habré dejado yo mis sandalias, eh? ¿Tú las has visto?
Mingo - ¡Mamá, dame leche, tengo hambre!
Rufina - ¡Pedro, por Dios, levántate ya y ve a ordeñar la chiva!
Pedro - Ya voy, mujer, ya voy...
Rufina - Juan, muévete. Y despierta a Jesús, que no se puede abrir la puerta con él ahí tirado.
Juan - Déjalo, Rufina, ése se pasó la noche fuera y ahora está rendido como un tronco.
Pedro - Oye, tú, Jesús, córrete, no hay quien pase por aquí... ¡Jesús!
Jesús - Hummm... No me fastidies, Pedro... tengo sueño.
Rufina - Claro, se pasa la noche dando vueltas por Cafarnaum y ahora no quiere levantarse.
Pedro - ¿Y qué demonios estaría haciendo éste por ahí de noche, eh? ¿Cazando murciélagos? Eh, Rufi, pásame la escoba para darle dos buenos escobazos a este dormilón... ¡ya verás qué pronto se levanta!
Jesús - Está bien, Pedro, está bien, ya me levanto… Pero prepárate mañana, ¡te voy a echar un jarro de agua fría en la boca!
Pedro - Bueno, ¿y se puede saber qué se te perdió en la calle que saliste a buscarlo a medianoche?
Jesús - No se me perdió nada, Pedro. Tenía calor, salí un rato a tomar aire fresco. Y me puse a rezar.
Pedro - ¿A rezar? ¿A esas horas?
Rufina - ¿Cómo? ¿Pasa algo malo, Jesús?
Jesús - No, mujer. Simplemente estuve rezando.
Rufina - Pero uno reza cuando tiene algún problema, ¿no?
Jesús - Bueno, el mayor problema lo tiene el profeta Juan allá en la cárcel, ¿no les parece? Estuve rezando por él.(3) Para que Dios lo ayude y le dé fuerzas. ¿Ustedes no han rezado por el profeta Juan?
Pedro - Sí, sí... Bueno, no. A la verdad, no se me había ocurrido. ¿Y a ti, Rufi?
Rufina - Ay, Pedro, es que tengo tantas cosas en la cabeza...
Pedro - Lo que pasa, Jesús, es que...
Rufa - Lo que pasa es que en esta casa se han perdido ya todas las buenas costumbres y nadie reza nada. Yo no sé qué tiene esta casa que todo se pierde. Mira ahora mis sandalias, ¿dónde diablos están mis sandalias, eh?
Rufina - Aquí están, abuela Rufa, no proteste más. Segurito fue Mingo que se las escondió ahí en el fogón.
Rufa - ¡Estos muchachos del demonio!

Aquel fue un día de mucho trabajo, como tantos otros. Cuando ya estaba oscuro, nos fuimos juntando en casa de Pedro y Rufina.

Pedro - Oye, Jesús, dime una cosa, ¿esta noche vas a rezar también por el profeta Juan?
Jesús - ¿Y por qué no?
Pedro - Es que yo había pensado que podíamos rezar todos juntos por él. ¿Eh, qué les parece a ustedes?
Rufa - A mí me parece muy bien, mi’jo, que por algo dicen que si se reza en la casa, la bendición de Dios pasa.
Rufina - ¡Eh, los hombres, échense para acá, vengan a rezar!

A todos nos pareció bien la idea y nos fuimos sentando uno a uno, formando un pequeño círculo, sobre el suelo de tierra de la estrecha casa de Pedro. En un hueco de la pared, una lamparita quemaba el último resto de aceite.

Jesús - Ea, abuela, vamos a rezar todos juntos por el profeta Juan para que Dios lo libre pronto de la cárcel. Comience usted.
Rufa - ¿Cómo dijiste, mi’jo?
Jesús - Que tire pa’lante con alguna oración de ésas que usted debe saberse.
Rufa - Ah, sí, mi’jo, yo me sé muchas oraciones que me enseñó mi madre.(4) A ver, déjame pensar... una oración para sacar a un preso... Yo creo que la mejor será el salmo 87. Sí, voy con ése. Ejem... Señor-Dios-mío-día-y-noche-clamo-a-ti-llegue-mi-oración-a-tu-presencia-inclina-tu-oído-a-mi-clamor-a-ti-te-invoco-Dios-mío-mis-manos-levanto-hacia-ti-¿por-qué-Señor-me-rechazas-por-qué-me-escondes-tu-rostro...
Pedro - Un momento, suegra, un momento. Vaya más despacio, caramba, que no hay fuego para correr tanto.
Rufa - Es que a mí se me olvidan las oraciones, mi’jo, y tengo que soltarlas de un tirón para llegar al final.
Juan - Pues yo me quedé en el principio. No me he enterado ni del número del salmo.
Rufa - Salmo 87, el de los presos. Bueno, si ustedes quieren, puedo rezar también el 78, pero ésa es una oración muy fuerte. Hay que tener cuidado con ella.
Jesús - ¿Cómo que es una oración muy fuerte? ¿Qué es eso, abuela?
Rufa - Bueno, que... que es fuerte. Que no falla, porque le pide a Dios siete maldiciones contra el enemigo, ¿comprendes? De siete, si no le cae una, le cae la otra. Mi madre me enseñó que cada oración tiene su asunto. Si quieres ganar dinero, reza el salmo 64. Cuando vayas de viaje, el 22. Para el dolor de pecho, la oración de los cuatro ángeles. Cuando hay tormenta, salmo 28. Los comerciantes, la oración de Salomón… Y así.
Juan - Y las parturientas, el salmo 126 pero al revés, ¡porque si no, el niño sale con los pies por delante!
Rufa - Oye, ¿y de qué se ríen ustedes?
Jesús - De nada, abuela. Que usted habla de las oraciones como si fueran recetas de cocina.
Mingo - ¡Papá, dame un pan!
Pedro - Pero, niño ¿otra vez? ¿Usted no comió ya?
Mingo - Pero tengo hambre.
Pedro - Cállese la boca, que estamos rezando.
Rufina - Vamos, abuela Rufa, siga la oración.
Rufa - No, mi’ja, sigue tú. Ya perdí el hilo.
Juan - Entonces, tú, Rufina, reza ahora tú.
Rufina - Es que yo... yo no me sé ninguna oración de memoria. Yo voy inventando las oraciones como me van saliendo.
Jesús - Pues mejor así, Rufina. Comience usted.
Rufina - Bueno, déjenme pensar... ¡Oh, Dios, oh Rey, oh Altísimo y santísimo Señor, oh admirabilísimo y poderosísimo Juez del alto cielo...!
Pedro - ¡Si sigues subiendo tan alto, Rufi, luego te vas a dar una caída!
Rufina - Oye, Pedro, más respeto, que estamos hablando con Dios.
Jesús - Sí, Rufina, pero tampoco hay que exagerar. A Dios le deben gustar las cosas sencillas, ¿no crees? Háblale como a un amigo, como si estuvieras cara a cara con él.
Rufa - Ten cuidado no te quemes, muchacho. Mira que Dios es como el sol: no se puede mirar de frente. Uno no puede verle la cara a Dios porque se le achicharran los ojos y... ¡se muere!
Jesús - ¿Usted cree eso, abuela?
Rufa - Bueno, al menos así dicen los libros santos.
Jesús - Yo no sé, pero para mí que el que escribió eso no conocía mucho a Dios, porque... con Dios se puede tener confianza.
Rufina - Sí, pero tampoco hay que abusar de la confianza. Al fin y al cabo, Dios es Dios.
Jesús - Al fin y al cabo, Dios es Padre. Y con un padre, la confianza nunca es demasiada.
Mingo - Mamá, tengo hambre, dame un pan.
Rufina - ¡Cállese, Mingo! ¿No oyó que estamos rezando?
Juan - Vamos, Pedro, reza tú ahora, que a este paso, vamos a oír los gallos sentados aquí en el suelo.
Pedro - Está bien. Pues a rezar. Ejem...
Mingo - ¡Papá, tengo hambre!
Pedro - ¡Que se calle le digo!
Juan - Vamos, Pedro, arranca de una vez.
Pedro - Espérate, Juan. Es que no sé por dónde empezar. No se me ocurre nada.
Mingo - ¡Papaíto, dame un pan, tengo hambre!(5)
Pedro - ¡Caramba con estos mocosos! ¡No le dejan a uno ni rezar! Toma el pan y cállate de una vez. ¡Estos muchachos le acaban la paciencia a cualquiera!
Jesús - Pues mira, Pedro, me está pareciendo que Mingo sabe rezar mejor que todos nosotros.
Pedro - ¿Cómo dices, Jesús?
Jesús - Que Mingo no se cansa. Que pide y pide y tú y Rufina acaban dándole el pan, aunque sólo sea por quitárselo ya de encima. Lo mismo pasa con Dios. Si nosotros, que tenemos un corazón pequeño, más pequeño que este puño, les damos lo mejor a nuestros hijos y a nuestras hijas, ¿cómo Dios no nos va a dar también lo mejor a nosotros, él que tiene un corazón más grande que el mar?
Pedro - Entonces...
Jesús - Entonces podemos rezar con confianza y decirle: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga tu Reino...

Aquella noche, junto al lago de Galilea, Jesús nos enseñó a rezar.



Mateo 6, 5-15; Lucas 11, 1-4.

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46 EL AYUNO QUE DIOS QUIERE


EL AYUNO QUE DIOS QUIERE
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1. En Israel, la penitencia de ayunar aparece como una forma de humillación del hombre ante Dios. Se practicaba para dar más eficacia a la oración, en momentos de peligro o de prueba. Había días de ayuno, en los que la ley religiosa determinaba que todo el pueblo debía abstenerse de comer, en recuerdo de grandes calamidades nacionales o para pedir la ayuda divina. También se podía ayunar por devoción personal. En tiempos de Jesús, se había ido dando cada vez una mayor importancia a esta práctica. Los fariseos tenían costumbre de ayunar dos veces por semana, los lunes y los jueves. Juan el Bautista, por sus orígenes esenios, inculcaría seguramente en sus discípulos la necesidad del ayuno.

El ayuno, como otras devociones religiosas, fue criticado duramente por los profetas de Israel. Había llegado a convertirse en una especie de chantaje espiritual por el que los hombres injustos pensaban ganarse el favor de Dios, olvidando lo esencial de la actitud religiosa: la justicia. Con el culto, con incienso y oraciones, con duras penitencias, buscaban hacer méritos ante Dios y así salvarse. Los profetas clamaron contra esta caricatura de Dios y de la religión y dejaron bien claro cuál era “el ayuno que Dios quiere”: liberar a los oprimidos, compartir el pan, abrir las puertas de las cárceles (Isaías 58, 1-12). Jesús consagró definitivamente el mensaje de los profetas. En la primera comunidad cristiana se aceptó la práctica del ayuno como una preparación para la elección de los dirigentes de la Iglesia (Hechos 13, 2-3), pero en ninguna de las cartas de los apóstoles se menciona el ayuno.

2. Jesús fue un hombre alegre, a quien los que ayunaban acusaron de borracho y de glotón (Mateo 7, 33-34). Y comparó varias veces el Reino de Dios con un banquete, con una boda, con una fiesta. Ninguna de las prácticas tradicionales de penitencia de algunos grupos cristianos tiene sus raíces en Jesús de Nazaret.

Tomás y Matías, los mensajeros enviados por el profeta Juan desde la cárcel de Maqueronte, se hospedaron en mi casa. Aquella tarde vino mucha gente. Todos estábamos ansiosos de escuchar sus noticias. Después, cuando se hizo de noche, nos quedamos los del grupo para comer. En el suelo, con las piernas cruzadas sobre la estera, esperábamos que Salomé apareciera con la sopa...

Pedro - ¡Humm! ¡Qué bien huele esto!
Salomé - ¡Metan el cucharón hasta el fondo, que hay buenos trozos de pescado!

Salomé puso en medio de todos un caldero grande y humeante. El aroma de la sopa llenó toda la casa.

Salomé - ¡Zebedeo, viejo, un poco más de educación! ¡Deja que los huéspedes se sirvan primero!
Zebedeo - Tienes razón, mujer. ¡Es que tengo un hambre que no espero ni por Dios!
Salomé - Vamos, muchachos, Tomás y Matías, no tengan vergüenza.
Matías - No, ustedes primero. Ustedes empiezan y nosotros seguimos.
Tomás - ¿No se va a ben-ben-bendecir el pan?
Zebedeo - Rediablos, es verdad. Vamos, Santiago, echa tú la bendición.
Santiago - Dios de Israel, tú nos das al mismo tiempo la comida y las ganas de comer. Bendice entonces esta mesa, amen.
Todos - ¡Amén!
Zebedeo - Adelante, muchachos, hínquenle el diente a una buena cola de pescado para que puedan decir en Judea lo que todos saben en Galilea: ¡que no hay mejores dorados que los de Cafarnaum!
Matías - Mejor comience usted, don Zebedeo.
Zebedeo - Que no, que no, Matías. Comienza tú. No es que haya mucho, pero al menos está caliente.
Tomás - No, no, usted pri-pri-primero...
Santiago - A lo mejor es que a los huéspedes no les gusta el pescado.
Tomás - Sí nos gusta, pe-pe-pero no po-po-podemos comerlo.
Salomé - ¿Que no pueden comerlo? ¿Se sienten mal de la barriga?
Matías - No, no es eso, sino que... que no podemos comerlo.
Pedro - Pero, ¿por qué? ¿Quién les ha dicho que no pueden?
Matías - Nosotros mismos.
Santiago - ¿Ustedes?
Matías - Bueno, resulta que Tomás y yo hemos hecho un voto de no comer pescado ni nada que venga del mar si volvemos sanos y salvos a Judea, después del viaje.
Tomás - Hay que hacer pe-pe-penitencia.(1)
Pedro - Ah, claro, claro... ya entiendo... caramba...
Zebedeo - Bueno, hombre, no hay problema por eso. ¡En mi casa los huéspedes mandan! Salomé, mujer, ve a matarles una gallina. Ea, date prisa... Y saca algunas aceitunas para que vayan entreteniendo la quijada...
Salomé - Ya voy, viejo, ya voy.
Zebedeo - No se impacienten. ¡En un momento ya está desplumada y en otro hervida!
Matías - ¡No, no, no haga eso, doña Salomé! No se moleste. Espérese...
Tomás - Tan-tan-tan-tan...
Zebedeo - ¿Cuál es el tan-tán de ahora?
Tomás - Tan-tampoco po-podemos comer carne.
Pedro - ¿Y... y por qué no pueden comer carne?
Matías - Porque estamos ayunando. Hasta que pase la fiesta de la Pascua, hemos prometido no probar un bocado de carne.
Tomas - Hay que hacer pe-pe-penitencia.

Todos nos quedamos en silencio, con los ojos clavados en el caldero humeante que nos tenía la boca hecha agua. Pero ninguno se atrevió a alargar la mano para servirse.

Santiago - Bueno, camaradas... Entonces... entonces vamos a pasar de la comida a la bebida, ¿no les parece? ¡Eso, vieja, trae un par de jarras de vino para celebrar este encuentro y... ¿Tampoco toman vino ustedes?
Tomas - Hemos jurado no pro-pro-probar una gota de vino hasta que el pro-pro-profeta Juan salga libre de la cárcel. Hay que hacer pe-pe-pe...
Zebedeo - Penitencia, claro. Hay que hacer penitencia. Ahora entiendo por qué a este muchacho se le quedó seca la lengua, ni come ni bebe.
Salomé - Cállate, Zebedeo, no seas maleducado. Son nuestros huéspedes.
Zebedeo - Claro, claro... y en mi casa los huéspedes mandan.

El ambiente se puso muy tenso. Todos bajamos los ojos y comenzamos a juguetear con los dedos entre las manos, o a rascarnos los pelos de la barba, o a comernos las uñas. Fue Jesús el que rompió aquel pesado silencio.

Jesús - Oiga, Salomé, esta sopa se va a enfriar, ¿verdad? Humm... ¡Huele riquísimo! A ver cómo sabe... “Los mejores dorados, los de Cafarnaum”... ¡Está bueno, sí, sabroso, caramba, muy sabroso!

Jesús había metido el cucharón en el caldero, había sacado del fondo un par de colas de pescado y se había llenado un plato de sopa hasta los bordes. Luego tomó una rueda de pan y empezó a comer como si tal cosa. Todos nos quedamos asombrados. Mi padre Zebedeo, desde la otra punta de la estera, miraba el plato de Jesús con la boca abierta y los ojos amarillos de envidia.

Jesús - Salomé, ¿me puede servir un poco de vino?

Jesús se estiró hacia el rincón donde estaba Salomé, que esperaba como una estatua, con una jarra de vino en cada mano.

Jesús - Tengo la garganta más seca que una teja. Ahhh... “El mejor vino, el de Cafarnaum”, hay que decir eso también. Sírvame un poco más, Salomé. Gracias...

Aquello acabó con la paciencia de mi padre...

Zebedeo - ¡Al diablo con todos ustedes! ¿Qué es lo que está pasando esta noche aquí, eh? ¿Se come o no se come?
Jesús - ¿Tú tienes hambre, Zebedeo?
Zebedeo - ¡Pues claro que tengo hambre! Siento ya unas agujas en la tripa. Punzadas, pinchazos, retortijones... ¡Y tú ahí, comiendo de lo más tranquilo, chupando hasta las espinas!
Jesús - Pues come tú también, hombre. ¿Quién te lo prohibe?
Zebedeo - Nadie, pero como este tipo vino con lo de que hay que hacer “pe-pe-penitencia”...
Salomé - ¡Zebedeo, no seas grosero con los invitados!
Zebedeo - Claro, claro, los invitados... claro. Todos estamos invitados a hacer penitencia para que el profeta Juan pueda salir del calabozo, ¿no es eso?
Jesús - Tomás, ¿y tú crees que el zorro Herodes lo va a soltar más pronto porque tú dejes de comer una cola de pescado?
Tomás - Herodes no, pe-pe-pero Dios...
Jesús - ¿Dios? Dios ya está contento cuando los ve a ustedes yendo y viniendo a la cárcel para visitar al profeta y llevarle lo que necesita.
Tomás - Eso no basta. Dios también manda castigar el cuerpo para pu-pu-purificar el espíritu.
Jesús - ¿Estás seguro que él manda eso? No sé, me parece que tú te imaginas a Dios muy... muy serio.
Salomé - ¿Y tú, Jesús, cómo te imaginas tú a Dios?
Jesús - No sé, más alegre. ¿Cómo te diré? Sí, eso, alegre. Muy alegre. Dígame, Salomé: ¿qué es lo más alegre que hay en el mundo?
Salomé - Para mí lo más alegre es una boda.
Jesús - Pues entonces Dios se parece a un novio. Al novio de esa boda. Y él nos invita a su fiesta. Y tú llegas y dices: no bailo, no como, no bebo, no río. Oye, ¿y para qué vino éste a la boda? ¡Qué invitados tan aburridos han venido a mi casa!
Zebedeo - ¡Bien dicho, Jesús! ¡Me quitas un peso de encima!
Pedro - Entonces, compañeros, ¡al ataque!
Tomás - ¡Un momento, un momento! La cosa no es tan-tan-tan sencilla.
Zebedeo - ¿Qué pasa ahora? Por el ombligo de Adán que no lo tuvo, ¿qué pasa ahora?
Matías - Ustedes hagan lo que quieran. Pero Juan el bautizador lo dijo bien claro, tan claro como el agua del río: ¡hay que convertirse, hay que arrepentirse, hay que sacrificarse!

Todos nos quedamos tiesos. Pedro, con el cucharón levantado. Andrés y Santiago, con las manos en el aire, alargadas hacia el caldero de la sopa. El viejo Zebedeo, que ya había mordido una cola, y se disponía a tragarla de un solo bocado, sintió un nudo en la garganta.

Tomás - Si no hacemos sacrificios, no po-po-podemos elevarnos hasta Dios.
Jesús - ¿Tú crees, Tomás? ¿Y cómo es que entonces los árboles crecen y se elevan hasta el cielo?
Tomás - No te-te-te entiendo, Jesús.
Jesús - Mira, te voy a contar una cosa que me pasó cuando era muchacho. Yo había sembrado frente a mi casa unas semillitas de naranja. Las semillas prendieron bien y la matita empezó a creer. Pero yo tenía prisa. Yo quería ver pronto la flor blanca del azahar y arrancar ya las naranjas maduras.

Rabino - Pero Jesús, chiquillo, ¿qué estás haciendo?
Niño - Tirando de la mata.
Rabino - Pero ¿no ves que es una matita muy pequeña?
Niño - Por eso mismo, rabino. Yo la estoy ayudando a crecer.
Rabino - Lo que estás es haciéndole daño. Con esos tirones la secarás. Déjala quieta. La naranja no necesita que pienses en ella ni que le tires de las ramas para crecer. Anda, ve a acostarte, que ya es tarde y la noche la hizo Dios para descansar.

Jesús - Y mientras yo dormía y mientras yo trabajaba, la matita se fue convirtiendo en árbol y el árbol dio flores y frutos a su tiempo.
Pedro - Entonces...
Jesús - Entonces, yo pienso que el Reino de Dios se parece a una semilla que crece y crece sin que nosotros estemos encima de ella dándole tirones: ayunos, promesas, penitencias... ¿No les parece que se puede acabar secando la matita?
Salomé - A mí lo que me parece, Jesús, es que la vida ya tiene bastantes sacrificios para que nos pongamos a inventar otros más.
Zebedeo - Sí, señor. Háblenle de ayuno a Don Eliazín y a todos esos ricachones. Que nosotros ya nos pasamos ayunando todo el año por cuenta de ellos. ¡Ea, muchachos, metan el cucharón antes de que esto se enfríe!
Tomás - ¡Un momento, un momento! Todavía no estoy con-con-convencido...
Zebedeo - Mira, lengua de trapo, acabemos de una vez, porque ya me tienes hasta el último pelo. ¿Nos dejas o no nos dejas comer? ¿Qué diablos pasa contigo, eh?
Tomás - Yo digo que-que-que...

En ese momento, el ciego Dimo se asomó por la puerta.

Dimo - ¡Que Dios bendiga la mesa y a todos los que están en ella! Doña Salomé, ¿no ha sobrado algún trozo de pan para este pobre infeliz?
Salomé - Hoy ha sobrado todo, viejo Dimo. ¿Qué quiere usted? ¿Pan, vino, pescado? Lo que usted prefiera.
Dimo - Bueno, pues si usted tiene a bien darme alguna cosita.
Salomé - Vamos, Dimo, entre y siéntese a la mesa con nosotros. Ya le voy a servir un buen plato de sopa.
Dimo - Gracias, gracias. ¡La verdad, mis hijos, que tengo un hambre!
Zebedeo - No será más grande que la mía, viejo. Pero de todas formas, que le aproveche.
Dimo - Gracias, mi’jo, gracias.
Zebedeo - Vaya, que los de fuera vienen, se sientan y comen. Y nosotros aquí, esperando a que este condenado tartamudo suelte su sermón. Se acabó, señores. Yo me largo a la taberna.
Jesús - No, Zebedeo, espérate. No hace falta que te vayas. ¿No te das cuenta? Tú ya cumpliste con el ayuno. Mira al viejo Dimo: éste es el ayuno que le gusta a Dios: compartir tu pan con el hambriento y recibir en tu casa a los que no tienen techo. Porque Dios no quiere que pasemos hambre, sino que luchemos para que otros no la pasen. Eso fue lo que predicó el profeta Juan y todos los profetas. ¿Verdad que sí, Tomás?
Tomás - Bueno, es que-que-que...
Pedro - ¡Que mientras éste arranca nosotros nos vamos sirviendo!

Y esta vez todos metimos el cucharón en el caldero grande. Jesús se llenó nuevamente el plato porque aquel día habla trabajado muy fuerte y tenía mucha hambre.(2) Y Matías y Tomás comieron pescado y bebieron vino y se rieron mucho con el viejo Dimo que empezó a hacer historias de cuando era pescador en el lago.



Mateo 9, 14-17; Marcos 2, 18-22 y 4, 26-29; Lucas 5, 33-39.
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45 UNA PREGUNTA DESDE LA CÁRCEL


UNA PREGUNTA DESDE LA CÁRCEL
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1. Del apóstol Tomás hablan poco los evangelios. Juan es el que lo nombra en más ocasiones, le da el sobrenombre de “el mellizo”, y lo presenta como un incrédulo.

2. De Matías se sabe por el libro de los Hechos de los Apóstoles que fue elegido en lugar de Judas para completar el grupo de los doce, después de la muerte de Jesús.

Juan, el profeta del desierto, seguía preso en la cárcel de Maqueronte. El rey Herodes no se atrevía a matarlo por miedo a una sublevación popular. Tampoco se atrevía a dejarlo en libertad por miedo a Herodías, su mujer. Y así, Juan llevaba meses sin ver la luz del sol, pudriéndose en una oscura y húmeda mazmorra, cerca de las montañas de Moab.

Matías - ¡Psst! ¡Carcelero!
Carcelero - ¿Otra vez ustedes?
Matías - Queremos ver al profeta.
Carcelero - Pero, ¿qué se han creído, eh? ¡Váyanse al infierno y déjenme en paz!
Tomás - Que-que-queremos llevarle algo de comida al pro-pro-profeta Juan.
Carcelero - Está prohibido. La ley es la ley.
Matías - ¿Cinco?
Carcelero - ¡Cinco! ¡Puah! ¡Arriesgar mi vida por cinco cochinos denarios!
Tomás - Uff... Te-te-te daremos siete. ¿De acuerdo?
Carcelero - Maldición con ustedes. Está bien, vengan las monedas. ¡Y tú, infeliz, ándate con cuidado! ¡Cualquier día te cortan la me¬dia lengua que te queda! ¡Y dense prisa, eh! ¡No quiero problemas!

Los dos discípulos de Juan caminaron por un estrecho y maloliente pasillo hasta llegar al calabozo…

Matías - Juan, Juan, ¡qué alegría verte!
Bautista - Tomás... Matías... ¡qué sorpresa! ¿Cómo pudieron entrar?
Matías - Bah, no te preocupes, siempre se encuentra un alma generosa.
Tomás - ¿Có-co-mo te sientes, Juan?
Bautista - No muy bien, Tomás. La enfermedad sigue mordiéndome por dentro. Escupo mucha sangre.
Matías - Te hemos traído algo de comer. Mira... No es mucho, pero... Y este jarabe de hojas de higuera, que dice una comadre mía que es muy bueno para aflojar los pulmones.
Bautista - Gracias. Si no fuera por ustedes, ¿qué sería de mí? Yo creo que hasta Dios se olvida de los presos.
Tomás - No hables así, Juan. Di-di-dinos lo que necesitas y haremos lo po-po-posible por conseguírtelo.
Bautista - Sí, quiero pedirles un favor. Algo muy importante para mí. Necesito... necesito saber si puedo morir tranquilo.
Matías - ¿Qué estás diciendo, Juan? Ten confianza. Herodes te soltará pronto. Tiene que hacerlo. La gente ha protestado mucho y...
Bautista - La gente se olvida de lo que no ve. Y a mí hace mucho tiempo que no me ven.
Matías - Pronto saldrás de aquí, estoy seguro. Volverás al río y la gente vendrá a escucharte y tú seguirás bautizando al pueblo de Israel.
Bautista - No, Matías, no. Esta enfermedad acabará antes conmigo. Me siento mal. Tengo los días contados.
Tomás - No di-di-digas eso, Juan.
Bautista - La muerte no me asusta, Tomás. Cuando empecé a hablar de justicia, ya sabía yo que esto acabaría... así. Ningún profeta muere en la cama. Pero no me importa. Hice lo que tenía que hacer.
Matías - Habla, Juan. ¿Qué es lo que quieres pedirnos?
Bautista - Allá en el Jordán, conocí a un galileo que vino a bautizarse. Quiero saber qué ha sido de él. Se llama Jesús. Y es de Nazaret. ¿Han oído algo de él?
Matías - Sí. Los rumores sobre ese tipo han llegado a Judea y hasta Jerusalén.
Tomás - Unos di-di-dicen que es un curandero.
Matías - Otros dicen que es un brujo. O un agitador.
Tomas - Algunos di-di-dicen que es un nuevo pro-profeta.
Bautista - A mí no me importa lo que diga la gente, sino lo que diga él. Necesito saber lo que está haciendo, lo que piensa.
Matías - ¿Quieres que lo vayamos a ver y te traigamos noticias suyas?
Bautista - Sí, eso es lo que quiero. Vayan a Galilea. Pero que nadie se entere. Sería peligroso para él y también para ustedes.
Tomás - Creo que-que-que es en Cafarnaum donde vive.
Bautista - Pues vayan allá. Y díganle esto de mi parte: Juan, el hijo de Zacarías, te pregunta: Tengo los días contados. ¿Puedo morir tranquilo? Sembré una semilla. ¿Alguien la regará? Tenía un hacha en las manos. ¿Alguien dan con ella el golpe necesario? Prendí una luz. ¿Alguien soplará la llama y encenderá el fuego? Díganle que estoy enfermo, que apenas tengo ya fuerzas ni voz para hablar. Grité, grité anunciando al Liberador... ¿Se ha perdido mi grito en el desierto?
Matías - ¿Algo más, Juan?
Bautista - Sí. Pregúntenle si tenemos que seguir esperando o... o si ya vino el que tenía que venir. ¡Ojalá no me haya ilusionado en vano!
Tomás - Hoy mismo vi-vi-viajaremos a Galilea.
Juan - Vayan pronto. Les prometo no morirme antes de que ustedes regresen.

Tomás(1) y Matías(2) habían sido del grupo de los discípulos de Juan, cuando el profeta del desierto gritaba allá, en la orilla del río. Ahora vivían en Jericó y siempre que podían iban a Maqueronte a visitarlo. Aquella misma mañana se pusieron en camino hacia el norte, hacia la Galilea de los gentiles, a cumplir el deseo del profeta encarcelado.

Tomás - Te-te-tenemos que andar con cautela, Matías. Las cosas van mal.
Matías - Y dilo. La verdad, no quisiera acabar como Juan y que mis huesos se pudrieran en un calabozo como ése.
Tomás - Ni yo tam-tam-tampoco. Debemos hablar po-po-poco con ese Jesús. Lo necesario solamente.
Matías - Bueno, por ese lado tú no vas a tener problemas.

Hicieron noche en Perea y luego en la Decápolis. Y al tercer día, llegaron a Tiberíades. Bordearon el lago y subieron hasta Cafarnaum.

Matías - Psst... Amigo, por favor, ¿sabe usted donde vive un tal Jesús, uno de Nazaret?
Un hombre - ¿Qué-que-que dicen?
Matías - No tengas miedo. Somos de confianza.
Tomás - Queremos saber dón-dón-dónde está el nazareno?
Hombre - Yo-yo-yo-yo...
Matías - Vámonos, Tomás. Este está peor que tú.

Preguntando aquí y allá, encontraron nuestra casa. Y mi madre Salomé les dijo que Jesús estaba por el embarcadero, como todas las tardes, esperando a que nosotros volviéramos de pescar. Tomás y Matías se acercaron por la espalda.

Matías - Psst... Oye tú...
Jesús - ¿Qué? ¿Es conmigo?
Tomás - Sí, es con-con-contigo.
Jesús - ¿Y qué pasa conmigo?
Tomás - ¿Quién eres tú?
Jesús - Eso digo yo: ¿quiénes son ustedes?
Matías - Venimos buscando a un tal Jesús, de Nazaret.
Jesús - Pues ya lo encontraron. Soy yo.
Tomás - ¿Seguro que-que-que eres tú?
Jesús - Hasta hoy estoy seguro. No sé si mañana cambiaré de idea.
Matías - Al fin te encontramos. Venimos del Sur.
Tomás - De-de-de Jericó.
Matías - Es decir, venimos de Maqueronte.
Jesús - ¿De Maqueronte?
Matías - ¡Shhh! No grites. Pueden oírnos. La situación está muy mala. Como la Pascua está cerca, hay más vigilancia que nunca.
Jesús - Pero, ¿es verdad que vienen de Maqueronte?
Matías - Sí, de allá mismo.
Jesús - ¿Son del grupo de Juan, amigos suyos?
Tomás - Sí. Hemos visto al pro-pro-profeta Juan en la cárcel.
Jesús - ¿Y cómo está él?
Matías - Está bien. Bueno, está mal. Está más blancuzco que un gusano después de tantos meses sin ver la luz del sol. Un hombre que era alto y fuerte como un cedro y ahora se ha vuelto un guiñapo. Han acabado con él.
Jesús - ¿Está enfermo?
Matías - Sí, muy enfermo. Escupe mucha sangre. No va a durar mucho.
Jesús - Necesito verlo antes que muera. ¿Hay alguna manera de ir allá y hablar con él?
Matías - Tú no podrías entrar. Enseguida te conocen que eres galileo. Y los galileos están muy fichados.
Tomás - Nosotros le damos unos denarios al car-car-carcelero y él nos deja pasar y conversar unos minutos con el pro-profeta.
Jesús - Yo tengo que ir allá. Necesito hablar con Juan y preguntarle algunas cosas.
Matías - Juan también quiere preguntarte algo a ti.
Jesús - ¿Me traen algún mensaje suyo?
Tomás - Sí. Juan nos manda a de-de-decirte: Tengo los días contados. ¿Pu-pu-puedo morir tranquilo?
Matías - Grité anunciando al Liberador. ¿Se ha perdido mi grito en el desierto? ¿Tenemos que seguir esperando o ya vino el que había de venir?

Jesús se quedó pensativo, con la mirada perdida en las piedras negras del embarcadero.

Tomás - ¿Qué le po-po-podemos decir a Juan de tu parte?
Jesús - Díganle que... que la cosa va bien. Lenta, pero bien. Hemos comenzado acá en Cafarnaum. Somos pocos todavía pero... pero anunciamos el Reino de Dios, luchamos contra las injusticias y tratamos de hacer algo para que las cosas cambien.
Tomás - Y la gente, ¿có-co-como reacciona?
Jesús - La gente va despertando. Los que estaban ciegos, han ido abriendo los ojos. Los que estaban sordos, han ido abriendo las orejas. Las que estaban derrotadas, sin esperanza, se levantan y echan a andar. Y los más pobres, los muertos de hambre, comparten lo poco que tienen y se ayudan unos a otros. El pue¬blo se va poniendo en pie, sí, el pueblo resucita.
Matías - ¿Quiénes se han unido a ustedes?
Jesús - Muchos. De ésos que siempre estuvieron atrás, claro. Díganle a Juan que en el Reino de Dios los últimos son los primeros que entran. Los que no tienen sitio en ninguna parte, los enfermos, las prostitutas, los publicanos, los leprosos, las más humilladas, los más pisoteados... ésos tienen un lugar con nosotros.
Tomás - ¿No han tenido pro-pro-problemas con la gente gorda?
Jesús - Sí, claro. Eso ya se sabe. El que los busca, los encuentra.
Matías - ¿Y entonces?
Jesús - Entonces, nada. Seguiremos adelante. Seguiremos anunciando a los pobres la buena noticia de la liberación. Que Dios está de nuestra parte. Que a Dios se le revuelve el corazón viendo cómo va este mundo de torcido y quiere enderezarlo.
Matías - Juan se alegrará de oír todas estas cosas. Se pondrá muy contento.
Jesús - Díganselo de mi parte. Díganle que el hacha no ha perdido el filo, que el fuego no se ha apagado, que su semilla dará el fruto a su tiempo. Juan entenderá. Juan es de los que sabe comprender el camino de Dios. Tiene buen olfato para eso. Estoy seguro que él no se desilusionará de lo que hemos hecho hasta ahora. Ni de lo que nos falta por hacer.

Pedro - ¡Eh, moreno, ya estamos aquí!
Matías - ¿Quiénes son ésos?
Jesús - Son de los del grupo que les dije.
Pedro - Caramba, ¿Y estos amigos? ¿quiénes son, Jesús?
Jesús - Oye, pues a la verdad, ni el nombre les he preguntado todavía.
Matías - Yo me llamo Matías.
Tomas - Y yo me llamo To-to-tomás.
Jesús - ¿Sabes, Pedro? Vienen de hablar con el profeta Juan, allá en la cárcel.
Pedro - ¿De veras? ¡Eh, muchachos, corran, hay noticias del profeta Juan!
Matías - Por Dios santo, no grites, mira que los guardias...
Pedro - ¡Al cuerno con los guardias! Ea, vámonos a tomar una buena sopa de pescado para que nos cuenten lo que saben del profeta Juan. ¡Que viva el movimiento!

Llegó Andrés. Llegó Santiago. Llegamos los de la otra barca, con el viejo Zebedeo. Y todos nos fuimos con Tomás y Matías a que nos contaran cómo estaban las cosas por el sur y por allá, por la cárcel de Maqueronte.



Mateo 11, 2-6; Lucas 7, 18-23.
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44 LA VENDEDORA DE HIGOS


LA VENDEDORA DE HIGOS
Comentarios

1. El evangelio relata el caso de una mujer curada por Jesús a la que llama “hemorroísa”. Los males de esta mujer eran la menorragia: una menstruación irregular, que le hacía padecer un continuo flujo de sangre. Aparte de las incomodidades y debilitamiento que produce una dolencia así, esta mujer era permanentemente “impura”, ya que durante los días de su menstruación cualquier mujer era considerada impura (Levítico 15, 19-30). El caso de esta mujer era de extrema marginación social: por ser mujer, por su enfermedad, por su esterilidad y por su soledad.

2. En las leyes civiles y religiosas y en las costumbres de Israel, la mujer era considerada como un ser inferior al hombre. Las leyes civiles la asimilaban al esclavo y al niño menor de edad ya que, como ellos, debía tener a un varón como dueño. Su testimonio no era válido en un juicio, pues se la consideraba mentirosa. En el plano religioso también estaba marginada. No podía leer las Escrituras en la sinagoga, no bendecía la mesa. El mismo lenguaje era discriminador: las palabras hebreas “piadoso”, “justo” y “santo” no tienen femenino. Se suponía que una mujer nunca podía ser lo que estas palabras indican. Existía una oración que se recomendaba rezar todos los días a los varones: “Alabado sea Dios por no haberme hecho mujer”. La exclusión de la mujer de la vida social era mucho mayor entre las clases altas y en las ciudades grandes, que en el campo y pue¬blos pequeños. La escasa importancia que se daba a la mujer se le concedía exclusivamente por su habilidad en los oficios de la casa. Se la apreciaba fundamentalmente por su fecundidad. Una mujer incapaz de tener hijos apenas valía nada. En este contexto, se apreciaba más dar a luz un varón que una niña. El nacimiento de una niña producía en ocasiones indiferencia o tristeza: “Desdichado aquel cuyos hijos son niñas”, afirmaba un dicho popular.

3. En la balanza de Dios no existe diferencia de sexos. Hombre y mujer valen lo mismo. El evangelio es feminista al reivindicar la igualdad fundamental de la mujer respecto al hombre y la igual dignidad de ambos ante Dios (Gálatas 3, 28). Este fue uno de los aspectos más revolucionarios del mensaje de Jesús. Sólo teniendo en cuenta el arraigado machismo de la sociedad de su tiempo se logra dimensionar la sorpresa que tuvo que causar la actitud de Jesús hacia las mujeres.

Aquel día, al caer la tarde, estábamos Santiago, Pedro y yo con Jesús en la taberna de Joaquín, cerca del embarcadero. Sentados en el suelo, jugábamos a los dados.

Santiago - ¡Cinco y tres! ¡Esta vuelta es mía también!
Pedro - ¡Un momento, pelirrojo, que todavía falto yo! Trae acá ese cubilete.
Jesús - ¡Vamos, Pedro, que no se diga, defiende el honor del hijo de Jonás!
Pedro - Aguanten la respiración, compañeros, que aquí voy yo... ¡Cinco y cuatro! ¡Gano yo!
Juan - ¡Caray con el tirapiedras éste! ¡Se las saca de la manga!
Tabernero - A ver, a ver, ¿qué pasa en este rincón? ¿Quién va ganando?
Juan - Por ahora, el pelirrojo y este narizón. Pero dicen que no van lejos los de alante...
Tabernero - ¡Si los de atrás beben bien! ¡Ea, ustedes, los perdedores, no se me desanimen! ¡Enseguida les traigo una jarra llena con el mejor vino galileo y se echan un buen brindis! ¡Para tener suerte con los dados en el juego, y con los peces en el lago, y con las mujeres en la cama!
Juan - Ah, caramba, este tabernero, siempre con su relajo...
Melania - ¡Higo, higo! ¡Rico higo! ¡Dulce como la miel, higo, higo!
Santiago - ... y aquélla con el suyo.

Era Melania, la vendedora de higos, la que llegó en ese momento.

Melania - ¡Higo, higo, rico higo!
Santiago - ¡Otra vez esa tipa por aquí!
Jesús - ¿Quién, Santiago?
Santiago - La tipa ésa de los higos.
Jesús - La veo mucho por el mercado.
Pedro - ¡Y por las calles y por todas las esquinas! ¡Si te descuidas se te mete hasta la letrina para venderte sus malditos higos!

Melania empezó a dar vueltas por la taberna con su vieja y sucia cesta de higos en la cabeza. Era una mujer muy flaca que vestía siempre de negro. Pregonaba su mercancía con voz chillona de pájaro y sonreía a un lado y a otro tratando de buscar compradores para sus higos maduros.

Santiago - ¡Basura de mujer! Con lo mal hecha que está...
Jesús - ¿Por qué, Santiago? ¿Qué le pasa?
Juan - Bah, si lo sabe el pueblo entero... ¡Algo increíble, Jesús! Mira, ésa no es como las otras mujeres, que cada mes están con sus achaques. Ella desde hace años y años está con el mismo asunto.
Pedro - Eso, que está mal hecha. Fíjate que ningún médico la ha podido curar. Parece que la mujer tenía su dinerito hace tiempo, pero se lo ha ido gastando yendo de médico en médico. ¡Y nada!
Juan - La conocen todos los curanderos de Galilea. ¡Pero ninguno le acierta con el remedio!
Pedro - Pero ella, dale que dale con los higos, para conseguir más dinero y más médicos.
Melania - ¡Higo, higo! ¡Rico higo! ¡Dulces como la miel, higo, higo!
Santiago - No, no queremos higos. Nos dan asco tus higos.
Melania - Están buenos, muchacho. Mira... Llenos de miel. Mira…
Santiago - ¡Vete con tus higos a otra parte! No queremos.
Melania - Y tú, forastero, ¿no quieres probarlos?
Jesús - No llevo ni una moneda encima, mujer.
Melania - Oye, ¿tú no eres ése que...?
Santiago - ¡Que te largues te dijimos! ¡Vamos, ahueca el ala, vamos!

La vendedora de higos siguió dando vueltas por la taberna. Y nosotros seguimos riéndonos de ella y de sus males.(1)

Jesús - ¿Y no tiene marido?
Santiago - Pero, Jesús, ¿qué hombre va a cargar con esa calamidad? Esa no es hembra ni es nada. Ni siquiera sirve para parirte un hijo.

Jesús - Pero, lo que es trabajar, sí trabaja. Por lo que veo, se pasa el día de allá para acá con su cesta de higos.
Pedro - Sí, claro, chismeando y metiendo las narices en todas partes. Ése es el único trabajo que hacen las mujeres: conversar. ¡Yo creo que Dios no las fabricó de una costilla sino de la lengua de Adán! ¡Ay, las mujeres!(2) Es que son demasiado flojas, eso es lo que digo yo, se cansan enseguida.
Jesús - Rufina no es floja, Pedro. Si no fuera por ella, ¿qué sería de tu casa, eh?
Pedro - Eso sí, Rufi trabaja, pero... pero siempre se anda quejando. Siempre hay que andarle haciendo cariñitos, tú sabes. Si no, no funciona. ¡Ah, te lo digo, las mujeres son paja que lleva el viento!
Jesús - No dirás eso por Salomé... Salomé es una mujer fuerte y lista.
Juan - Bueno, moreno, ésa es mi madre. Eso es cosa aparte.
Santiago - Las mujeres son débiles, caramba. Mira ahora a la muchacha de Jairo...
Jesús - ¿Qué le pasa a la hija de Jairo?
Santiago - Pues, hombre, esa muchacha ya estaba muy pollita. Se estaba desarrollando muy bien, la condenada. Pero, mira tú, el caso es que hace unos días parece que la muchacha pescó un frío... y ahí la tienes: ¡muriéndose ya! ¡Por un catarro de nada! Es que son flojas, te lo digo.
Jesús - ¿Cómo que muriéndose? ¿Tan mal está?
Santiago - Por la mañana me dijeron que de hoy no pasaba.
Pedro - ¡Si es que las mujeres se parten más pronto que los cordones de las sandalias! Bah, si hay que dar gracias a Dios por algo, es porque nacimos hombres, ¡qué caray!, ¿no es así?
Juan - ¡Oigan, ya no queda nada en la jarra! Vamos a la taberna de al lado. Allí es mejor el vino.
Santiago - Sí, eso. Vamos a hacer otro brindis. ¡Porque tuvimos la suerte de nacer machos!
Pedro - Buena idea, que este vino de pasas ya me tiene quemado el gaznate.
Juan - ¿Vienes, Jesús?
Jesús - No, vayan ustedes si quieren. A mí me gustaría ir a ver a esa muchacha.
Juan - ¿A cuál muchacha?
Jesús - A la hija de Jairo. Conozco a su padre. Es buena gente. Él y su mujer deben andar muy preocupados. Si la niña está tan mala...
Santiago - Bah, deja eso para otro momento, moreno. Estamos cansados.
Jesús - ¿Cansados? Ah, yo pensé que los hombres no se cansaban nunca... No vayan ustedes si no quieren. Yo sí voy.
Pedro - Está bien, está bien, vamos allá.

Bastante a regañadientes, nos decidimos a acompañar a Jesús. Cuando salimos de la taberna, Melania, la vendedora de higos, estaba otra vez allí.

Melania - ¡Higo, higo, rico higo, dulce como la miel!
Santiago - ¡Y dale con los higos! ¿No oíste que tus higos nos dan asco? ¡Vete de aquí!

Los ojos de Melania, hundidos y brillantes, se volvieron hacia Jesús.

Melania - ¿Y tú, forastero?
Jesús - Ya te dije que no tengo un céntimo. Otro día te los compraré.
Melania - Forastero, espérate, a mí me han dicho que tú tienes manos de médico, que has curado a algunas personas. Yo... yo estoy mala... yo quisiera que...
Juan - ¡Vamos, Jesús, no le hagas caso! ¡Lárgate con tus higos y déjanos en paz!
Pedro - Oye, ¿pero qué gritos son ésos?

Las plañideras de Cafarnaum, aquellas mujeres que tenían por oficio llorar a nuestros muertos, atravesaron la calle corriendo y lamentándose, con sus cabellos revueltos y al aire. Al oír sus gritos, la gente salió de las casas y fue llenando la calle.

Mujer - ¡Es Jairo! ¡Se ha muerto su hija! ¡Se ha muerto su hija! ¡Se le ha muerto la hija a Jairo!

Jairo era uno de los encargados de la sinagoga de Cafarnaum. Todos lo apreciábamos y, al saber lo que había pasado, el barrio entero echó a correr hacia su casa. Nosotros también fuimos. Y muy cerca de nosotros, iba también Melania, la vendedora de higos. Frente a la casa de Jairo, la gente se apretaba para entrar.

Santiago - Esa mujer nos viene siguiendo desde la taberna, Jesús, ¿has visto?
Jesús - Sí, ya he visto.
Santiago - ¡Es más pesada que una mosca en la nariz, caramba con ella!
Jesús - Es vállente, Santiago. No le asusta que se le rían en la cara. Sabe lo que quiere.
Santiago - ¿Y qué es lo que quiere?
Jesús - Quiere estar sana. Sólo eso. No tiene marido, no tiene hijos. Quiere, al menos, tener salud.

Mientras esperábamos para entrar en casa de Jairo, Melania se fue abriendo paso a empujones, y por detrás empezó a llamar a Jesús.

Jesús - Oye, pero, ¿quién me está tirando de la túnica?
Santiago - ¿Quién va a ser? Mírala ahí... ¡so asquerosa!

Melania había conseguido por fin acercarse a Jesús. Lo miraba con esperanza.

Melania - ¡Tú puedes curarme! ¡Tú puedes curarme!
Jesús - ¿Cómo te llamas, mujer?
Santiago - ¡Le dicen la “measangre”! ¡Ja, ja! Así es como todo el mundo la conoce.
Jesús - Ya nadie te volverá a llamar con ese nombre, Melania.

Hacía años que aquella mujer no oía su nombre dicho con tanto respeto y cariño. Hacía también muchos años que no sentía tanta vida en su cuerpo, cansado por la enfermedad y el sufrimiento. Cuando se levantó del suelo, parecía como un árbol que despierta de su invierno y se dispone a echar sus flores.

Jesús - Vete tranquila, mujer.

La vimos alejarse por el camino lleno de gente, con la cabeza alta y firme, de prisa, como si llevara alas.

Juan - ¿Y qué le pasó a ésa ahora, Jesús? ¿Está loca o qué?
Jesús - No, Juan, los locos somos nosotros. La vida de la mujer pesa tanto como la del hombre en la balanza de Dios, pero nosotros hemos desnivelado esa balanza.(3) ¡Vamos! ¡Vamos a ver a esa muchacha!

Entramos en la casa de Jairo. Los lamentos de las plañideras y el humo del incienso recién quemado, llenaban el poco aire que había para respirar.

Hombre - ¡Al fin y al cabo, tuvo suerte Jairo! Le quedan todos los varones. Si alguno tenía que morírsele, que fuera la muchacha, ¿verdad?
Santiago - Así mismo. Del mal, el menos.
Pedro - Vámonos de aquí, Jesús. Aquí se ahoga uno. Y el muerto, muerto está. Ya no se puede hacer nada, sino llorar. Y hay bastantes mujeres llorando.
Jesús - No sé por qué lloran, Pedro. Esa muchacha no está muerta, sino dormida.

La gente que estaba cerca de nosotros y oyó a Jesús decir esto, se echó a reír.

Hombre - ¡Oye, mira lo que dice éste! ¡Que la niña está dormida!

Poco a poco, Jesús se abrió paso hasta el cuarto en donde estaba tendida la hija de Jairo. Pedro, Santiago y yo, fuimos con él. Al lado de la muchacha, su madre lloraba, arañándose la cara y rasgándose la ropa. Jairo, recostado contra la pared, levantó los ojos del suelo cuando vio entrar a Jesús.

Jairo - Jesús... Ya ves... Ahí la tienes. Empezaba a vivir y se nos ha ido...
Jesús - No llores, Jairo.
Jairo - No me importa llorar. Los hombres también lloran. La gente me dice para consolarme que me quedan otros tres hijos varones, que son las mujeres las que lloran a las mujeres, que no vale la pena por una niña... pero yo... yo la quería mucho.
Jesús - Dios también la quería mucho. Dios te comprende, Jairo. Él también llora, lo mismo cuando se le muere un hijo que cuando se le muere una hija.

Jesús se acercó entonces a la estera y miró despacio a la muchacha. Parecía dormida. Nadie hubiera dicho que estaba muerta. Se agachó y la tomó de la mano.

Jesús - Vamos, muchacha, despierta, levántate.

Y como si saliera de un largo sueño, la hija de Jairo se levantó y sonrió.



Mateo 9, 18-26; Marcos 5, 21-43; Lucas 8, 40-56.
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